viernes, 8 de noviembre de 2013

Gatopeñismo. Reformar para seguir igual. La educativa, cediendo. Todo, por la energética

Enrique Peña Nieto sigue adelante con su optimismo presupuestal declarativo. Ayer anunció el Plan Nuevo Guerrero y así ha ido pregonando por el país planes de recuperación, inversiones productivas, programas ambiciosos y ofertas de obras y servicios públicos mejorados y extendidos. El ocupante de Los Pinos hace discursos sin más límite que un voluntarismo sonriente. Prometer no empobrece, dice el proverbio popular.

Ese tejido presupuestal sobre nubes tiene como contraparte la prosaica perseverancia de algunos sectores económicos que se oponen vigorosamente a la miscelánea fiscal de autor (realizada por la casa Aspe-Videgaray) que fue aprobada en las cámaras en días pasados y que aún está en grado de tentativa, pues a los términos aprobados por el Poder Legislativo aún faltaría hacerle las enmiendas que provinieran de negociaciones privadas y de juicios y resistencias jurídicas (si es que prosperaran) que han anunciado grupos empresariales, pequeños contribuyentes, representantes fronterizos (los poderes Ejecutivo y Legislativo de Baja California podrían emprender acción judicial contra la homologación del IVA) e incluso partidos como Acción Nacional.

A casi un año de su pretencioso arribo al poder, se ve cada vez con más claridad que, salvo en una de las reformas que realmente le importa al grupo en el poder, la energética, todo lo demás ha quedado en un manoseo institucional, jurídico y político, fundado, en parte, en la irresponsabilidad y, en parte, en la ineficacia operativa. El magno reformismo trascendente que anunciaron los priístas reinstalados en el gobierno federal ha quedado en forcejeos, reacomodos, negociaciones apuradas, cesiones y claudicaciones, parches y medias tintas. Es una suerte de gatopeñismo: hacer que todo se reforme para que a fin de cuentas lo único que cambie sustancialmente sea lo energético (si es que finalmente el gatopeñismo logra que se apruebe esa reforma en las cámaras y si es que luego logra instalarla política y socialmente).

El priísmo lampedusiano (no por la isla del archipiélago de las Pelagias, en el Mediterráneo, pero sí por Giuseppe Tomasi di Lampedusa, quien escribió El gatopardo) ha impulsado la creencia de que ha hecho que todo cambie, con su reformismo descuadrado, cuando esos afanes modificatorios están tratando de servir para que todo siga más o menos igual. Enojados y vociferantes están los empresarios por los agravios fiscales que han recibido, pero siguen vigentes y boyantes las fórmulas esenciales de salvaje acumulación de riqueza que favorecen a las cúpulas del poder económico. El puñado de familias que domina la economía nacional y que se beneficia al extremo de su relación con la élite política gubernamental sigue su marcha sin mayores aspavientos, pues unas pérdidas se han compensado con ganancias en otros rubros y las transformaciones procesales de carátula que impulsa ese gatopeñismo no constituyen una afectación verdadera al esquema de profunda injusticia social que sustenta las grandes ganancias corporativas.

En el terreno de la presunta reforma educativa sucede algo parecido. Peña Nieto tumbó aparatosamente a la cacica histórica, Elba Esther Gordillo, convirtió al SNTE en una apocada dependencia gubernamental más e impuso cambios legislativos que, sin embargo, no superaron la prueba de la realidad al confrontarse con la corriente sindical disidente, hasta entonces con presencia muy concentrada en pocas entidades. En los hechos, la reforma educativa no ha pasado más allá de los discursos entusiastas del ex gobernador del estado de México. En estos días, la base de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación asentada en el Distrito Federal, y las cada vez más extendidas ramificaciones en el resto del país, analizan propuestas hechas a través del muy ejecutivo subsecretario de Gobernación para Asuntos Especiales, Luis Miranda, que de ser aprobadas por ambas partes significarían un retroceso para el gobierno federal, una suerte de aceptación de que la letra reformada queda para efectos discursivos y decorativos, pero en la práctica se negocia y acepta que no sea aplicada.

El mazacote fiscal que Luis Videgaray logró fuera aprobado, con la entusiasta colaboración del PRD-Chucho, tiene consecuencias graves para segmentos económicamente débiles (porque el ciclo impositivo terminará impactando los precios de los productos de consumo y porque el dinero público disponible para objetivos populares será insuficiente) y para las clases medias y el empresariado mediano, pero no hay nada que signifique una afectación de fondo a los grandes capitales ni a las formas abusivas y delictivas de enriquecimiento cupular. El presidencialismo clásico del PRI busca retomar el control de parcelas de poder que fueron abandonadas durante el experimento de la docena amateur panista, pero no hay ninguna transformación histórica en lo social o lo económico, ni un reformismo verdadero y esperanzador, sino un simple remover de trastos para seguir con los mismos guisos en las mesas de privilegio.

Todo, a cambio del objetivo central, la reforma energética que sí será de alteraciones profundas. El negocio sexenal, el del siglo, es éste, y en aras de conseguirlo se han simulado cambios y se ha jugado a la magia aritmética en las cámaras y con los partidos, con pactos, rupturas y otras formas escénicas.

Por último, Carlos Navarrete ha reconocido en Veracruz, en el contexto de la gira nacional que realiza para promover su candidatura a presidir el PRD, que la mayor fractura de la izquierda mexicana en un cuarto de siglo fue la salida del sol azteca de AMLO. Otro aspirante es Marcelo Ebrard, a quien los ahorros políticos derivados de su paso por la administración capitalina no parecen suficientes para la adquisición del liderazgo izquierdista. Y, sin asumirse como candidato, está Cuauhtémoc Cárdenas en espera de dos cosas: que los estatutos perredistas sean reformados para permitir que ex presidentes del partido puedan volver a ocupar ese cargo, y que su postulación sea de unidad, sin contrincante alguno. ¡Feliz fin de semana!




Fuente: La Jornada| Julio Hernández López