Según se desprende del más reciente reporte de la Bolsa de Valores de Madrid, el valor de la participación accionaria de Petróleos Mexicanos (Pemex) en la petrolera española Repsol se ha desplomado en más de mil millones de pesos desde agosto de 2011. Debe recordarse que a finales de ese mes la entidad paraestatal encabezada por Juan José Suárez Coppel dio a conocer un incremento en su participación accionaria en Repsol –de 4.8 a 9.8 por ciento–, el cual se concretó mediante la adquisición de deuda por parte de la petrolera mexicana. La compra de acciones tuvo como correlato la suscripción de un acuerdo entre Pemex y la constructora Sacyr Vallermoso, con el que ambas compañías rozaban, en conjunto, 30 por ciento de los títulos de la energética española, y que fue criticado como una maniobra de la paraestatal mexicana para ayudar al entonces director de Sacyr, Luis del Rivero, a hacerse del control de Repsol.
En retrospectiva, queda de manifiesto que la maniobra referida fue inútil e incluso contraproducente. Defenestrado Luis del Rivero de la dirección de Sacyr, y disuelto en consecuencia el vínculo entre esa constructora y Pemex, la paraestatal mexicana vio disueltas las perspectivas de tener un mayor peso e influencia en el gobierno corporativo de Repsol, como tanto pregonó en su momento el propio Suárez Coppel. En cuanto a las afirmaciones formuladas a este diario por el director de Pemex de que la inversión en Repsol no es dinero tirado a la basura, éstas quedan sepultadas bajo los reportes bursátiles que ponderan una pérdida millonaria para la paraestatal atribuible, en buena medida, a esa operación.
Mal termina lo que mal empieza. Si la actual dirección de Pemex hubiera optado por actuar con transparencia y sentido de decoro institucional, tal vez se habría evitado que Pemex tuviera, como ocurre ahora, un nuevo frente de afectaciones financieras. No obstante, como informó en su momento este diario, el director general de Pemex omitió dar cuenta al consejo de administración de la paraestatal sobre la medida, con el argumento de que ese tipo de acciones no deben anunciarse antes de realizarse, y decidió llevar a cabo la operación al margen de la supervisión de las autoridades mexicanas, toda vez que se realizó mediante una empresa filial de Pemex –PMI Holdings– establecida en Holanda y regulada por las leyes de ese país.
Hasta ahora, lo único que queda claro a raíz de la maniobra referida es que, con ella, la administración de Suárez Coppel colocó a la paraestatal en medio de una disputa entre capitanes de empresa e incrementó su vulnerabilidad ante los vaivenes de mercados bursátiles internacionales. Fuera de eso, las autoridades nacionales han sido omisas en dar explicaciones coherentes sobre las causas que las llevaron a adoptar esa medida, y es difícil no establecer un vínculo, incluso causal, entre esa conducción turbia, ineficaz y a fin de cuentas nociva para Pemex y la persistencia de un designio por presentar al Estado como intrínsecamente incapaz de administrar de manera eficiente y transparente las entidades públicas a su cargo, y apuntalar, de esa forma, el discurso privatizador que ha sido consistentemente rechazado por la mayoría de la sociedad.
La inoperancia e indolencia administrativas y la persistencia del afán gubernamental por entregar Pemex a particulares –principalmente a empresas trasnacionales– tiene un punto de contraste obligado en la inminente intervención y posible nacionalización de la filial argentina de Repsol, YPF, por parte del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, ante las acusaciones contra la compañía española por no fomentar las inversiones petroleras en territorio argentino y contribuir, de esa forma, al desplome en la producción de crudo en la nación sudamericana.
Según puede verse, el gobierno con sede en Buenos Aires ha cobrado conciencia del pésimo negocio que representa mantener vínculos con una compañía como Repsol, fundamentalmente dedicada, ante la pobreza en su nación de origen, a la explotación de la riqueza natural de terceros países. Pero resulta lamentable que en México no pueda ocurrir otro tanto.
Fuente: La Jornada