Un doble zarpazo surgido desde entidades bajo gobiernos del PRI pareció prefigurar lo que puede esperarse en caso de que la esencia y el estilo de los tres colores se reinstale en el poder absolutista. Tan apabullantes resultaron las escenas de la represión diazordacista a jóvenes en Morelia y de la inviabilidad civil institucional en Veracruz, que frente a ellas languidecieron tanto el arranque de las campañas de candidatos a la jefatura del gobierno de la ciudad de México como el inicio del segundo tercio de las correspondientes a aspirantes presidenciales.
Fue como si la película de la presunta viabilidad democrática se hubiese congelado e incluso retrocedido, con un Fausto Vallejo ensoberbecido en su papel de represor nostálgico, incapaz de tender y desarrollar estrategias políticas hábiles y tempranamente inscrito en la sucia lista de quienes creen que por tener a su disposición la fuerza pública están facultados para ejercerla con brutalidad, cuando sus presuntas habilidades de gobernante fallan o son desatendidas justamente por sus inconsistencias de origen.
El gobernador michoacano Vallejo, en una variante priísta de la ilegimitidad de origen que llevó a Calderón a declarar una guerra insensata (el tecleador se autocensuró, para no usar una letanía de calificativos crudos al hablar de esa guerra), encontró en la golpiza, la persecución, los desaparecidos, los tratos infamantes y la consignación de dos centenares de jóvenes el pretexto para buscar el beneplácito de los segmentos conservadores de su sociedad que desean mano dura contra infractores y presuntos infractores de una legalidad maltrecha, porque creen que así controlan o exterminan las causas de esos problemas para los que solamente se les ocurre la alternativa carcelaria (en esta aventura lamentable, las policías del infausto Vallejo fueron apoyadas por las federales, aunque el problema político no resuelto por la paz ha sido responsabilidad del gobernador estatal).
Vallejo es un gobernador falto de legitimidad, acusado por su igualmente embarrada opositora panista (Cocoa, convertida en vocería fraternal de los despechados Pinos) de haber alcanzado aritméticamente el poder gracias a la influencia y los recursos de algunos de los bandos de narcotráfico que constituyen los verdaderos poderes de la entidad. Además, Fausto Vallejo se alzó con una victoria oscura sobre los despojos de una élite perredista-cardenista doblegada por sus propios y graves errores, con Leonel Godoy como ejecutante virtuoso, y por la campaña sistemática de erosión armada que FCH desplegó durante años contra las estructuras estatal y municipales de la izquierda.
En tales circunstancias, y alentado por los aires de triunfalismo en que se mueve la expectativa presidencial de Peña Nieto, a Vallejo le pareció fácil enderezar fórmulas de abierta represión (menos fuertes que en Atenco, es cierto, pero con un tufo de pasado copetón que quiere volverse futuro) contra jóvenes que así hubiesen cometido los peores delitos deberían ser sometidos sin exceso de fuerza ni prácticas humillantes a un correcto proceso legal y no, como sucedió, a castigos físicos y exhibición ejemplar en busca de conceder al debilitado poderoso en turno presuntos bonos ciudadanos por su valeroso proceder. Mal haría la sociedad mexicana, en sus vertientes regional y nacional, si permite que Fausto Vallejo explore impunemente los límites hasta los que un gobierno priísta puede llegar sin que suceda nada. De Michoacán bien podría Peña Nieto tomar refuerzos actualizados para la visión del ejercicio violento del poder que ya aplicó en el estado de México y ahora cree estar en condiciones de instaurar en el país entero.
En Jalapa no fue un hecho masivo ni existe aún claridad para determinar si se trata de un hecho delictivo con móviles personales o profesionales. Pero el asesinato de un periodista más en esa tierra de filofranquismo marino no puede estar desvinculado del contexto reincidente de agresiones sistemáticas al periodismo, de impunidad de quienes agreden a los practicantes de ese oficio, de improvisada y amenazante legalidad silenciadora contra el tuiteo, de abdicación del ejercicio civil de la política en favor del mando marino y la mano dura y de control implacable de la mayoría de los medios de comunicación.
(Ayer, en algunos de esos medios, no fue noticia de primera plana o, siéndolo, mereció una referencia secundaria, menor, un asesinato que en cambio sí tuvo resonancia en los principales medios internacionales; en cambio, muy destacadas fueron las actividades del gobernador imperioso y del DIF estatal. Una tarea gubernamental relevante fue la asistencia del gobernador Javier Duarte, acompañado obviamente por el comandante de la Marina, a una misa en la que oró, con las palmas de las manos hacia arriba, y comulgó, para encomendar al Altísimo el buen destino de la entidad.)
En tal cuadro de descomposición institucional fue asesinada Regina Martínez, una periodista que fue corresponsal de La Jornada y de Proceso y que en sus reportes cotidianos tocó con crítico profesionalismo varios de los asuntos delicados del entramado veracruzano. A diferencia de otros casos a lo largo del país, en los que la violencia mortal contra periodistas es tramposamente adjudicada a relaciones peligrosas, sin más pruebas que la versión convenientemente filtrada desde el poder, en el caso de Regina no hubo titubeo entre sus colegas para advertir que el golpe dado lo era a un periodismo crítico, implacable, insobornable y genuino.
Ello permitió que en la madrugada del domingo, con menos de doce horas de anticipación, se convocara a una protesta en las oficinas de la representación del gobierno de Duarte en la ciudad de México. Allí hablaron María Scherer, Jenaro Villamil, Pedro Miguel, Rogelio Hernández López y un tecleador trasnochado, frente a más de un centenar de periodistas y ciudadanos en exigencia de justicia y de que no haya más periodistas ejecutados.
¿Y las campañas? Ah, cierto. Bueno, de eso se hablará aquí... ¡hasta mañana!
Fuente: La Jornada