El paro efectuado por la Asociación Mexicana de Organizaciones de Transportistas (Amotac) entre jueves y viernes en 25 entidades de la República –en reclamo por las alzas de los combustibles, la falta de regulación en el peso y las dimensiones de los remolques de carga, la inseguridad y las extorsiones policiales contra los trabajadores del gremio– colapsó ayer, por varias horas, tres de los principales accesos carreteros a esta capital (Querétaro, Pachuca y Toluca), lo que ocasionó que se formaran kilométricas filas de vehículos. Por añadidura, la mesa de negociaciones iniciada por la tarde entre representantes del sector y autoridades de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes (SCT) se interrumpió de forma abrupta ante la falta de consenso, por lo que no pueden descartarse nuevos bloqueos carreteros en horas y días próximos.
Sin desconocer las molestias y afectaciones generadas entre automovilistas y usuarios del transporte público que pretendían entrar o salir del Distrito Federal, y sin afán de defender ese tipo de expresiones, es pertinente ubicar la protesta citada como consecuencia de la indolencia y la falta de capacidad política del gobierno federal para atender las demandas sociales, en este caso las de los operadores de transporte de carga. Dicha incapacidad se expresó en la actitud errática y tardía con que las autoridades hicieron frente a las peticiones formuladas por los transportistas, así como en la ausencia de una solución efectiva a los reclamos de éstos: a guisa de ejemplo, el anuncio de que el gobierno federal suspenderá la aplicación de la norma que permite varias toneladas de peso adicional en los tráileres de doble caja no atiende, en sentido estricto, la petición de los inconformes, quienes piden la prohibición definitiva a la circulación de ese tipo de vehículos, identificados como una amenaza para la seguridad en las carreteras del país.
Más allá de lo anterior, no puede soslayarse que ese paro se inscribe como una más de las expresiones de desasosiego de sectores laborales y productivos ante la política de precios de combustibles y energéticos decretada por el gobierno de Felipe Calderón, la cual ha sido uno de los signos más ominosos y antipopulares del actual sexenio. Durante los recientes años, y a pesar de las demandas de organizaciones sociales en repudio por las alzas recurrentes a las gasolinas, el diésel y la energía eléctrica, la administración federal ha hecho caso omiso a la necesidad de cambiar dicha política –con claros componentes inflacionarios y ofensivos para la economía popular–, y se ha limitado a emprender medidas cosméticas y hasta demagógicas, como el congelamiento del precio de las gasolinas durante 2009 o la reducción del incremento del diésel, que no recogen las demandas de los sectores afectados ni mucho menos revierten las consecuencias de esos incrementos. El efecto de esa tendencia no ha sido, desde luego, una mejora en los indicadores macroeconómicos ni en la calidad de vida de las personas, pero sí ha alentado, en cambio, la multiplicación de expresiones de inconformidad como la comentada.
Por lo que hace al tercer elemento de reclamo de los transportistas –la inseguridad y las extorsiones policiales–, éste resulta sintomático de un régimen que, a lo largo del último lustro, ha sido incapaz de garantizar seguridad al conjunto de la población –pese a haber colocado ese tema en el centro de su discurso y de su agenda política– y de erradicar la corrupción de sus propias oficinas y corporaciones.
La falta de voluntad gubernamental para atender demandas sociales en forma oportuna; la incapacidad de las autoridades de cumplir con tareas elementales de cualquier Estado, y la persistencia de una política económica que atenta contra el interés general, ha provocado que la administración haya sido rebasada en su capacidad de conciliar y resolver conflictos, y que se haya colocado ante la opinión pública como factor adicional de discordia social. El paro transportista así lo confirma.
Fuente: La Jornada