La preocupación por el uso racional del agua, recurso que antiguamente se consideraba inagotable y cuyas reservas parecían garantizadas aun en una época tan reciente como la primera mitad del siglo pasado, exigió en todo el mundo la necesidad de legislar al respecto. Desde hace poco tiempo elevada a la categoría jurídica de derecho humano (en México, de hecho, tiene ese carácter apenas desde 2012), la principal fuente de vida en la Tierra no ha tardado en convertirse, como los demás recursos naturales, en objeto de debates sobre su propiedad, manejo y distribución.
La aprobación en comisiones en marzo del año pasado del dictamen de Ley Gene-ral de Aguas condujo a pensar que ésta no tardaría en ser promulgada y remplazaría a la Ley de Aguas Nacionales de 1992, que a estas alturas resulta, si no obsoleta, por lo menos insuficiente. Sin embargo, no fue así: exámenes minuciosos de las 119 páginas que componen el documento revelaron algunos puntos que se prestan a discusión y otros que, como mínimo, requieren ser afinados, a decir de los diputados que se opusieron a avalar la nueva normativa en los términos de su dictamen.
La discusión de la ley en el plano camaral fue pospuesta, al tiempo que académicos, científicos, organismos especializados, asociaciones ambientalistas y organizaciones varias de la sociedad civil se dedicaban a señalar reales o supuestas falencias e imperfecciones del texto y aconsejaban una nueva y más puntillosa lectura del mismo.
Si bien las observaciones realizadas por los críticos del dictamen aluden a distintos aspectos técnicos, quizá la principal objeción a la propuesta sea que ésta abre –para emplear una metáfora apropiada– las compuertas a la privatización del vital líquido. Desde luego, los defensores de la iniciativa tal y como la aprobaron las comisiones unidas de Agua Potable y Saneamiento, y de Recursos Hidráulicos de la Cámara de Diputados hacen énfasis en que la norma jurídica deja muy en claro que en nuestro país el agua es de los mexicanos, que no se privatiza, y que el carácter de inalienable e imprescriptible que le concede el artículo 27 constitucional permanece incólume. No podría ser de otra manera –argumentan–, dado que se trata de una cuestión estratégica, de seguridad nacional, y por lo tanto a ser tutelada por el Estado.
Tan acuciosas declaraciones, no obstante, no han bastado para despejar las dudas sobre el trasfondo privatizador de la ley, especialmente porque de manera más o menos sinuosa favorece –a decir de sus críticos– la participación de capitales de la iniciativa privada en la prestación de servicios y la operación de la infraestructura del sector. La desaparición del concepto de asignación y la sustitución de éste por concesión vendría a constituir, asimismo, una vía más de acceso al agua por parte de los particulares, cuyos propósitos e intereses no suelen coincidir con los del Estado y la ciudadanía. Por último, la definición que hace el dictamen del uso industrial del agua se relaciona sin esfuerzo con la técnica del fracking, usada para la extracción petrolera y probadamente nociva para la salud y el medio ambiente.
La decisión de las comisiones de Agricultura y de Agua de la cámara baja del Congreso de la Unión de examinar distintas iniciativas para reformar el cuestionado dictamen representa, pues, una saludable medida. Si el país puede contar con una Ley de Aguas que no deje lugar a dudas acerca de la titularidad del Estado sobre los recursos hídricos, se habrá protegido a éstos y se habrá asestado otro golpe al mito de la gestión privada eficaz, clamorosamente desmentido en México por las privatizaciones emprendidas desde los años 80, que a menudo desembocaron en servicios de tercera con precios de primerísima.
Fuente: Editorial, La Jornada.