Desde febrero pasado, meses antes de la reciente elección, el abanderado de la coalición Movimiento Progresista, Andrés Manuel López Obrador, pidió al Instituto Federal Electoral (IFE) que impidiera y, en su caso, sancionara irregularidades como la compra de votos, el rebase en los gastos de campaña y la inequidad en la cobertura por la mayor parte de los medios informativos, especialmente los electrónicos. A esa petición el IFE respondió que no tenía facultades para evitar o castigar tales infracciones a la ley electoral en tanto éstas no fueran perpetradas. Fue evidente también la actitud omisa de la Fiscalía Especializada para la Atención a Delitos Electorales (Fepade). En las semanas siguientes la ciudadanía constató el exceso de recursos en la campaña del candidato priísta, Enrique Peña Nieto. Por lo demás, desde el día mismo de los comicios se dieron a conocer miles de testimonios fotográficos, videográficos y notariales que documentaban la compra de sufragios para la fórmula del partido tricolor.
Posteriormente, la coalición de izquierda divulgó docenas de documentos, confirmados uno a uno como auténticos, que evidenciaban diversos manejos de dinero de procedencia desconocida, posiblemente ilícita, en el contexto de la campaña peñanietista. Por todo lo anterior, la parte agraviada pidió al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) que fallara la invalidez de la elección, toda vez que ésta no cumplió con las características establecidas en la Constitución.
En tal circunstancia, con un resultado electoral inverosímil a ojos de millones de ciudadanos, el tribunal tenía ante sí la disyuntiva de calificar, esclarecer e investigar las pruebas presentadas; corregir, de esa forma, las omisiones del IFE y de la Fepade; dar con ello certidumbre y solidez a los procesos electorales, y sentar un precedente para impedir la repetición de los mecanismos de distorsión de la voluntad popular, o bien recurrir a formulismos legales para declararlas improcedentes y desechar en su totalidad el recurso del Movimiento Progresista.
Los magistrados del TEPJF optaron, en la sesión de ayer, por lo segundo: dieron la espalda a los testimonios de las irregularidades y buscaron –y encontraron– pretextos legalistas para descalificarlos. En la lógica enunciada por los magistrados, la única prueba admisible habría sido, acaso, una reconstrucción de hechos, realizada ante sus ojos y con todos los protagonistas presentes, de los desaseos electorales que fueron vistos, por lo demás, por innumerables ciudadanos.
La falta de pulcritud y la parcialidad fue llevada a tal punto que Salvador Olimpo Nava Gomar se adelantó a los procedimientos jurídicos para referirse a Peña Nieto como presidente electo y a calificar de elecciones libes y auténticas el proceso pasado, en tanto que su colega Flavio Galván se refirió al proceso culminado ayer como juicio anecdótico sin acto impugnado.
En suma, los magistrados no juzgaron la legalidad de la elección, sino que se limitaron, basados en una interpretación estrechísima de las leyes e ignorando indicios de la comisión de posibles delitos graves, a descalificar al Movimiento Progresista y a sus recursos de impugnación. Porque, a contrapelo de lo que afirmó el magistrado Manuel González Oropeza, la ley no es aplicable si no se interpreta, y en el caso presente los integrantes del organismo decidieron dar a la Constitución y a las normas electorales una interpretación omisa, complaciente y, para colmo, sumamente lesiva para el conjunto de la institucionalidad política del país. Porque, ante su negativa a investigar y esclarecer el cúmulo de irregularidades del pasado proceso comicial, abren la puerta a la perpetuación de prácticas electorales repudiables, a un gravísimo descrédito de los procesos democráticos y a un nuevo gobierno carente de legitimidad.
Fuente: La Jornada