Los nuevos aliados tentativos creen posible ofrecer al respetable público la apariencia de un pulcro ciclo político que signifique el cierre venturoso de la etapa calderonista y el inicio promisorio del peñanietismo gobernante.
Por una parte, Felipe Calderón considera viable alcanzar su viejo sueño de presentarse ante la Cámara de Diputados a rendir un informe de gobierno luego de un sexenio de proscripción. Las condiciones serían propicias, estiman los negociadores del partido de blanco y azul, pues el PRI tiene amplios motivos de agradecimiento hacia la catástrofe felipista que abrió paso al de tres colores y a las bancadas de presunta izquierda les urge dar testimonio público de que son bien portadas y no volverán a las estridencias ni los forcejeos en los escenarios legislativos. Felipe, vuelve, todos (ellos) te perdonan...
A su vez, Enrique Peña Nieto no se esfuerza siquiera en trazar pistas falsas. Al contrario, se complace en darle visibilidad al tipo de político que prefiere y privilegia. De su voluntad ya imperiosa ha surgido la propuesta de que, a cambio de la cesión a Calderón para que Ernesto Cordero presida la mesa directiva de la Cámara de Senadores, en la de Diputados el conductor designado sea un priísta de vieja cepa pero, sobre todo, de fama desaseada y marrullera, el ex gobernador de Hidalgo, Jesús Murillo Karam, compendio andante de las peores artes del peor priísmo. Esas manos ha elegido EPN para de ellas recibir la banda presidencial.
El acelerado rediseño bipartidista ilusorio (con toques y detalles de otras firmas concurrentes menores, la principal de ellas la del sol azteca realineado, pero también el Panal y el Verde agiotistas) tiene como punto de referencia la presunción de que el panorama político vivido sobre todo durante el sexenio calderonista está por agotarse para dar paso a un nuevo planteamiento general, con aspiraciones de perdurabilidad durante décadas. Creen los panistas y los priístas que están por exterminar políticamente a Andrés Manuel López Obrador y que en los tiempos por venir ya no contarán con su presencia más que en términos testimoniales, casi una gira de despedida.
Para empezar, los magistrados pertenecientes al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación han recibido ya el proyecto de sentencia sobre la demanda izquierdista de invalidación de los comicios presidenciales. A la hora de teclear las presentes líneas nada se sabía oficialmente sobre el sentido específico de esa propuesta, pero nadie en su sano juicio político apostaría a que esos jueces de lo electoral tengan en cartera (es decir, en su lista de asuntos pendientes, no vaya a pensarse que se habla aquí del objeto rectangular en el que suelen portarse billetes o tarjetas) algo distinto a lo ampliamente sabido incluso antes de que se iniciara en forma el proceso electoral: el ganador es, debe ser, Enrique Peña Nieto. Punto.
Para remachar esa imposición tan anunciada se ha añadido al menú de las descalificaciones a López Obrador la versión, publicada en El Universal, de que gobiernos de izquierda, sobre todo el del Distrito Federal, nutrieron con fondos públicos a las asociaciones civiles que a su vez financiaron las actividades políticas del tabasqueño durante los años en que cruzó el desierto creado por el felipismo y sus aliados, sobre todo los televisivos. Contratos ventajosos y triangulaciones básicas habrían descubierto los investigadores priístas, quienes durante semanas se dedicaron a estudiar las actas constitutivas y las relaciones patrimoniales de esas asociaciones, así como el perfil de sus principales directivos.
A través de César Yáñez, quien firma los comunicados que expresan el sentir de su jefe, AMLO ha negado toda implicación en las redes denunciadas e incluso tacha al diario que publicó esas indagaciones de ser un periódico del régimen, que le está haciendo el trabajo sucio a Peña y al PRI. Marcelo Ebrard estimó, al igual que la carta de AMLO-Yáñez, que la difusión de esas presuntas irregularidades está inscrita en los tiempos políticos y pensada para distraer respecto al tema central que es la inminente declaratoria de validez de la elección presidencial.
Desgastar la base de credibilidad de AMLO, y confundir y dividir al movimiento de oposición al peñanietismo que previsiblemente encabezará, es una parte del esquema de amenazantes desajustes que se están viviendo en vísperas de esa decisión central convalidatoria, a cargo del TEPJF, y de la presunta inauguración de una temporada de amorosas coincidencias políticas entre peñanietismo y calderonismo.
Así, entre la violencia desatada y la incertidumbre social refulgen los muy buscados acercamientos físicos recientes del inquilino en vías de desocupar Los Pinos, Felipe Calderón, y el comisionado de Estados Unidos para manejar una buena parte de los asuntos mexicanos, Anthony Wayne. Ambos se mostraron el pasado lunes en un acto de la firma 3M y ayer estuvieron juntos en un foro sobre seguridad realizado en el Museo Nacional de Antropología e Historia.
La intención política de esas imágenes Calderón-Wayne es inocultable: aparentar que hay unidad y concordancia luego del aún confuso y enredado episodio en el que la semana pasada sufrieron heridas dos estadunidenses que ahora se sabe son agentes de la CIA y que presuntamente iban de visita a instalaciones de la Marina, aunque en el trayecto fueron atacados a tiros por policías federales por confusión, según un primer intento oficial de darle sentido a tan aberrante suceso, o en una emboscada, según la posición estadunidense original.
Los entusiastas propósitos de rediseñar escenarios políticos a partir de un bipartidismo reinante y de hacer a un lado a AMLO y al segmento social que comparte la urgencia de luchar por cambios profundos se topan con la terca realidad de los intereses mafiosos que no pueden ni ocultar sus manos y de los conflictos gerenciales respecto al macabro negocio trasnacional de las drogas. ¡Hasta mañana!
Fuente: La Jornada