Sacar a los militares de sus cuarteles no sólo ha significado un mar de sangre, dolor y sufrimiento inenarrables; también representa el más grave rompimiento del orden constitucional en la historia de México.
La militarización de la seguridad pública del país ha corrido en paralelo con la violación generalizada de los derechos humanos, a través de la instalación de un virtual estado de facto en toda la República. No podía ser de otra manera, pues a los militares corresponde velar por la seguridad nacional, encomienda que se traduce en la defensa de la soberanía frente a una invasión extranjera.
Los militares son adiestrados para matar o morir, no para disuadir o, en palabras del ex secretario de la defensa Guillermo Galván, su preparación es para el ataque y no para la disuasión (La Jornada, 19/4/10). En una reciente conferencia de prensa, el secretario de la Defensa, Salvador Cienfuegos, afirmó que los militares no estudian para perseguir delincuentes (La Jornada, 9/12/16).
En 2000 el gobierno comenzó la militarización de la seguridad pública con la creación de la llamada Policía Federal Preventiva (PFP); para formarla sacaron comisionados a miles de soldados de los cuarteles, cambiaron el color de sus uniformes y les pusieron funciones de policía para reprimir violentamente movimientos sociales.
Los hechos represivos cometidos por la PFP fueron repudiados mundialmente, pero en lugar de castigar los delitos cometidos, inclusive de lesa humanidad, los legisladores la transmutaron en otro engendro anticonstitucional: la actual Policía Federal (PF), a la que además le confirieron facultades de investigación con funciones de policía política; es una versión renovada de la nefanda Dirección Federal de Seguridad de la guerra sucia, pero ahora con más de 50 mil soldados.
Escalando la política militarista, en 2006 a Felipe Calderón le pareció insuficiente una policía militarizada y ordenó la intervención de una guardia pretoriana de 20 mil soldados en tareas de seguridad pública, con el pretexto de combatir al crimen organizado. La decisión dejó una cauda sexenal tenebrosa: más de 150 mil ejecuciones, 36 mil desapariciones forzadas de personas y multitud de torturas. Delitos todos de lesa humanidad, parte de ellos atribuidos a las fuerzas armadas.
En 2012, lejos de un golpe de timón para restaurar el orden constitucional vulnerado, el gobierno entrante decidió continuar y hacer suya esa política criminal.
Resulta fundamental aclarar que la única policía legitimada constitucionalmente para investigar y perseguir los delitos es la que depende del Ministerio Público y se encuentra bajo las órdenes directas de éste (artículo 21 constitucional).
Es muy preocupante el crecimiento del poder castrense. El secretario Cienfuegos condiciona la participación de sus soldados en funciones de policía, a cambio de una patente de corso: una ley que garantice la impunidad de toda la cadena de mando de los perpetradores de los delitos mencionados, en franca contradicción con el artículo 129 constitucional.
Aun y cuando formalmente el titular del Poder Ejecutivo federal es el comandante en jefe de las fuerzas armadas, en la vía de los hechos y contra el imperativo constitucional, desde el momento en que ilegalmente las sacó de los cuarteles para realizar funciones de seguridad pública quedó supeditado a ellas (lo mismo que los poderes Legislativo y Judicial).
El actual gobierno pretende dotar de un marco legal la masacre en curso; para ese fin, el Poder Legislativo se colocó de tapete y, solícito, respondió con sendas iniciativas de ley de seguridad interior (27/9/16 y 8/11/16), donde proponen que mediante una simple declaratoria de afectación a la seguridad interior se pueda hacer uso de las fuerzas armadas permanentes en funciones de policía, para controlar, repeler o neutralizar actos de resistencia no agresiva, agresiva, o agresiva grave, mediante el uso legítimo de la fuerza. Incluso se plantean legalizar la suspensión de garantías de facto, al permitir inspecciones sin orden judicial y en puestos de revisión en la vía pública.
Cada vez se suman más voces que claman por el regreso de los militares a los cuarteles para detener la espiral de violencia multidimensional desatada desde el día que los sacaron a las calles, pero ante la pesadilla de las ejecuciones, las desapariciones forzadas y la tortura, debemos decir basta de impunidad, castigo a los responsables materiales, pero especialmente a los que ordenaron la masacre, y cabe cuestionarse: ¿deben ir a los cuarteles?, ¿y la justicia?
Fuente: La Jornada, Juan de Dios Hernández Monge, Abogado defensor de derechos humanos