viernes, 22 de febrero de 2013

De la fragilidad de la memoria, los 70 mil muertos y 27 mil desaparecidos

Me espanta qué tan corta es la memoria colectiva. En solo unos pocos días la más grande tragedia, el más execrable crimen deja de ocupar las primeras planas, los espacios principales en los noticiarios de la radio y la televisión y, peor todavía, de concitar nuestro interés, de despertar nuestra indignación. Olvidamos todo; sobre todo los agravios que desde el poder nos hacen, en virtud de la fragilidad de nuestra memoria, los mismos de siempre.

Hemos perdido la capacidad de asombro ante la barbarie. Desayunamos con masacres, comemos con decapitaciones masivas, nos acostamos, todos los días, con centenares de muertos y desaparecidos. Nada nos espanta. Nada nos toca el corazón. Si no sentimos una amenaza directa sobre nuestra vida o nuestro patrimonio damos, sin más, la vuelta a la página.

Lo triste, sin embargo —y ya lo he escrito aquí mismo—, es que con la guerra sucede que cuando está lejos no se siente, pero cuando se acerca y se siente en carne propia es ya, siempre, demasiado tarde.

La corrupción de autoridades venales. Los abusos de los poderosos. Las traiciones de esos que gracias a nuestros votos o, peor todavía, al robo o la compra de los mismos cobran del erario y ocupan altos cargos no provocan, más allá de una indignación de corta duración, más que la confirmación de qué jodidos hemos estado siempre y jodidos hemos de quedarnos.

Todo lo aceptamos. Todo lo toleramos. Atados a la tv saltamos de una tragedia a la crónica de un nuevo saqueo, de un crimen a un escándalo banal con una pasmosa tranquilidad. Nos hemos acomodado en el engaño, en la transa, en la aceptación de lo inaceptable como si no hubiera otra alternativa.

En el sexenio pasado algunos de los medios más poderosos de este país decidieron firmar, teniendo a Felipe Calderón como testigo de honor, un “pacto por México” para “administrar” la información sobre la violencia en nuestro país. Decididos al silencio esos medios que deberían ser guardianes, mantener viva la memoria colectiva, se convirtieron en la práctica en enemigos de la misma.

A merced del inclemente bombardeo propagandístico gubernamental quedamos entonces. La crónica de los hechos violentos, deber obligado de quien cumple una tarea periodística, se tornó un continuo canto de victoria de las fuerzas federales. “El gobierno del presidente de la república” (sic) nos anunciaba, en cada corte comercial de radio y tv, sus triunfos sobre el crimen organizado y la detención o eliminación de sus más importantes capos.

Ya se fue Calderón a Harvard y desde ahí presume sus logros. Continúan los grandes medios guardando silencio sobre la verdadera magnitud de la violencia en México, empeñados ahora en otros asuntos como si la guerra hubiera desaparecido como desaparecieron los spots y las arengas guerreras de ese hombre que, desde su oficina blindada y sin pisar jamás el frente de guerra, enarbolaba una bandera manchada con la sangre de otros.

Ya se fue Calderón a Harvard y al gobierno de Peña Nieto no le ha quedado más remedio que comenzar a marcar distancia con ese que le pavimentó al PRI el camino de regreso a Los Pinos y reconocer, lo que era imposible seguir ocultando: que en este país, en los seis años del segundo gobierno panista de la historia, se produjo un terrible baño de sangre.

No son los defensores de derechos humanos o los activistas contra la guerra los que hablan. Tampoco los periodistas críticos, y menos todavía los opositores al régimen los que han puesto sobre la mesa las cifras que Calderón y los suyos se negaron siempre a precisar. Fue el mismo secretario de Gobernación el que fijó el saldo sangriento en 70 mil muertos y 27 mil desaparecidos.

¿Cómo olvidar esas cifras? ¿Cómo minimizarlas? ¿Cómo vamos a ignorar que aquí se ha producido una masacre, una crisis humanitaria de proporciones mucho mayores a la que se produjo en los tiempos de la dictadura militar argentina o chilena? ¿Cómo puede este país, este pueblo, tener la esperanza de alcanzar algún día la paz con justicia y dignidad si simplemente cierra los ojos y niega la existencia de decenas de miles de vidas y familias rotas?

¿Y Enrique Peña Nieto qué va a hacer después de este anuncio terrible? ¿Cruzarse de brazos? ¿Emprender 97 mil averiguaciones? ¿Buscar a los presuntos responsables de tanto asesinato? ¿Indagar a fondo sobre los métodos de combate del Ejército y la Marina y la presunta existencia de escuadrones de la muerte dentro de ambas instituciones? ¿Someter a Felipe Calderón a un procedimiento judicial en tanto comandante supremo de las fuerzas armadas y responsable de una estrategia que apostó por la aniquilación de los criminales y no por su presentación ante la justicia? ¿Engrosar, tolerando la impunidad, la lista de muertos y desaparecidos?

¿Y nosotros, insisto y con esto termino, qué vamos a hacer ante esta información surgida de las más altas esferas del gobierno federal? ¿Ante estos números que, de seguro, se quedan cortos? ¿Negar, como ya hacen algunos, que estas cifras sean reales? ¿Reducir la magnitud de la masacre por todos conocida y hasta ahora callada a “pura grilla”, a la intriga palaciega? ¿Qué carajo vamos a hacer con esos 70 mil muertos y 27 mil desaparecidos? ¿Seguir contando?




Fuente: Milenio | Epigmenio Ibarra