domingo, 22 de septiembre de 2013

¿No que no querían privatizar?| Gobernar por las reformas

¿No que no querían privatizar?: Antonio Gershenson

Vamos a analizar más en detalle la Propuesta de reformas que acompaña el proyecto de cambios de los artículos 27 y 28 que vimos el pasado domingo en este espacio.

“Autoriza, a partir de permisos otorgados por el Ejecutivo federal, la participación de terceros en refinación, transporte” y otros.

Quiero recordar la historia de las refinerías en 2008, especialmente a fines. El gobierno panista quería que las refinerías fueran de empresas trasnacionales. Pero no sólo los legisladores de izquierda querían que siguieran siendo de Pemex. Los legisladores del PRI emitieron una declaración diciendo, entre otras cosas, que las refinerías debían ser de, y ser construidas, por Pemex.

Ahora la posición enviada por el gobierno del PRI dice lo contrario.

El resultado de la Consulta Nacional sobre las Reformas Fiscal y Energética, en la pregunta sobre si sólo Pemex fuera quien invierta en construir refinerías y otras, fue favorable en 86 por ciento.

También escriben los del gobierno: Eliminar la prohibición de que el Estado celebre contratos para la explotación de hidrocarburos. Al eliminar esta parte, si lo logran, estarían eliminando las violaciones cotidianas que están cometiendo. Clásicos son casos como los de Burgos, contratos de 15 años o de 20 años para sacar gas en los que las trasnacionales hacen y deshacen a voluntad y son casi dueños de grandes extensiones cada una.

No está de más recordar que este mismo ejemplo echa abajo todos los discursos sobre la eficiencia y productividad en favor de estas medidas y cambios legales: mil 515 millones de pies cúbicos producidos en 2009, y en 2012 se producen sólo mil 206 mmpcd, una cuarta parte menos que tres años antes. Un caso similar es el de Veracruz, con una baja a la mitad en cuatro años, de 2008 a 2012.

Tenemos ahora un caso de aceite (crudo) en Chicontepec, el gastadero para los monopolios. Su producción en lo que va del año estaba programada para subir de 79 a 95 mil barriles diarios. La realidad fue, según información oficial, de una baja de 75 a 63 mil barriles. En vez de una alza de 17 por ciento proclamada por los jefazos, hay una baja de 16 por ciento de caída en los mismos ocho meses. ¿No que los cambios planteados van a mejorar a Pemex? Los casos de transnacionales los han empeorado.

Ahora, nos ocupamos del sector eléctrico.

El escrito oficial dice: Creación de un mercado competitivo de generación, administrado por el Estado y a través de un operador independiente.

“Las mejores prácticas internacionales destacan la importancia de una entidad independiente que realice la planeación y la operación de la red de transmisión así como el despacho de energía, es decir, que controle la operación del sistema eléctrico nacional”.

¿Quién es, o quién nombra, a esa entidad independiente? ¿El gobierno? ¿Las trasnacionales? ¿Los enviados de otro gobierno? ¿Una combinación de éstos?

¿Independiente de quién? ¿De los empresarios? ¿De las trasnacionales? ¿De cuántos más? ¿De qué funcionario del gobierno? En general, esto no suena como a una planeación que podría darle racionalidad al asunto, y que no es congruente con el resto del proyecto oficial.

Se habla de entidades independientes, pero ya existen y son las empresas que tienen una o más plantas generadoras para vender electricidad a la Comisión Federal de Electricidad. Y ganan un dineral. Se les paga el gas natural, de una u otra manera. Se les pagan todos los gastos de operación, de mantenimiento y en general lo gastado. Y, por supuesto, se les paga la energía eléctrica entregada a la CFE para la red eléctrica. ¿Tendrán algo que ver estas empresas independientes con la entidad independiente de la que habla el gobierno?

Y, ¿se les seguirá pagando durante los 20 años por los que se firmó su contrato? Se supone que se va a establecer una estructura nueva. ¿O va a haber una especie de doble pago?

Estos elementos, y los del domingo pasado, sobre los artículos 27 y 28, y sus derivaciones, pueden ser útiles para la unión anunciada de López Obrador, Cuauhtémoc Cárdenas y otros, y sus discusiones.

Finalmente, hay un error al final del artículo del domingo pasado en este espacio, que dice: “¿Qué se va a hacer, si se va a dar parte del botín de Pemex a empresas, con los ya entregados, a 40, 35 o 30 años, por suelos ya ‘maduros’ por no decir agotados?” Los años están mal y deben decir 30, 25 o 20 años.

Gobernar por las reformas: Arnaldo Córdova

Gobernar mediante reformas o, lo que es lo mismo, realizando determinadas reformas, es una divisa universal. Nada se puede hacer si no es a través de reformas adecuadas que conduzcan a buen término los objetivos de gobierno, sean éstos los que fueren. Gobernar, en cambio, con el objetivo de formular ciertas reformas, sin que importe mucho para qué puedan servir es una moda que ha puesto en circulación el gobierno mexicano. En otros países las reformas son un paso que precede al gobierno. En México, las reformas parecen ser en sí mismas el objetivo que se persigue.

Nosotros estamos llenos de reformas, desde hace por lo menos treinta años, que nunca funcionaron o no alcanzaron o no produjeron los fines que perseguían. Enrique Peña Nieto prometió reformas que nos sacaran del estancamiento y todo su esfuerzo ha estado encaminado a lograr que esas reformas se aprueben. Nadie duda de que se trata de materias que urge resolver en nuestro país. De ellas se esperan maravillas y se apuesta todo a su éxito. Pero, desde el principio mismo que se les plantea, las reformas parecen adefesios informes que no ofrecen ninguna garantía de que serán eficaces.

La reforma laboral prometió la creación de más de 750 mil empleos. Para julio de este año, después de diez meses de prueba, no se han rebasado los 300 mil empleos y los empleadores confiesan que esos empleos se han logrado por otras vías diferentes de las que planteaba la reforma laboral. El outsourcing o subcontratación no ha aportado casi nada. Las vías de la creación de nuevos empleos han sido las más tradicionales y procurando no meterse en las honduras de la nueva legislación del trabajo. Navarrete Prida, secretario del Trabajo, ha reconocido que sin crecimiento la reforma no puede funcionar.

Es un ejemplo estelar de lo que son y de cómo se nos engaña con el tema de las reformas, a las que ahora todo mundo llama estructurales. Es la única reforma de la era de Peña Nieto que ha podido ponerse a prueba y que se ve que ha sido un completo fracaso. Es el caso típico también de una reforma de la que se esperaban infinidad de cosas buenas sin que, en realidad, se supiera por qué o con base en qué premisas ciertas. Simplemente se supuso que la reforma llegaría para movilizar nuestro mercado de trabajo y la creación de nuevos empleos e, incluso, la absorción de la informalidad se daría en automático.

En mi entrega anterior señalé brevemente las bases de verdad endebles de las otras reformas de Peña Nieto. Se nos promete lo que no se puede garantizar y con ello se corre deliberadamente el riesgo de demeritar y volver poco creíbles las propias reformas. Cada nueva reforma se presenta de modo tan inepto y tan poco convincente que a nadie convence. Todo mundo espera algo distinto y, a final de cuentas, apenas se conocen los primeros lineamientos, ya nadie está de acuerdo en nada y se da cuenta de que lo que le interesa no está comprendido en el cuerpo de la reforma. Eso ha ocurrido en todos los casos.

La verdad es que nuestro actual gobierno no sabe cómo reformar o, por lo menos, plantear una reforma. Desde luego que se debe identificar en primer lugar la materia de la reforma y estudiar con detenimiento todas las alternativas y todas las posibilidades de reforma. Pero la reforma es ante todo un acto político y hay que ver quiénes están de acuerdo en sus propósitos y con base en qué podrán apoyarla. Se da por descontado que muchos no estarán de acuerdo con lo que se plantea y que se opondrán encarnizadamente a que la reforma se realice. Eso es de cajón. Siempre habrá quien no esté por la reforma.

En México, empero, las reformas quieren llevarse a cabo siempre desde arriba. Se crea la expectativa, se hace el anuncio y se prometen no se sabe cuántas cosas. Todo mundo toma partido de antemano. Y cuando el planteamiento se hace resulta que nadie está de acuerdo o lo está sólo de dientes para afuera. Desilusionar expectativas parece ser la especialidad del gobierno. Es el estilo de gobernar y también el de reformar. Imposible que, en un momento dado, una reforma cuente con un mínimo de consenso. Las promesas se multiplican y cada aclaración se vuelve otra promesa. Después de unos días de debate resulta que los únicos partidarios de la nueva reforma son sólo los funcionarios que la impulsaron.

En otros países, sobre todo en aquellos en los que ya existen las instituciones constitucionales del plebiscito y el referéndum, las reformas se plantean de otra manera. No se cocinan de antemano para luego someterlas al Legislativo, como se hace aquí. Se elaboran, desde luego, al más alto nivel y tratando de que logren el máximo de poder de convicción; pero luego se proponen para que todos los sectores de la sociedad puedan discutirlas y, llegado el momento, aprobarlas. Es el único consenso que puede hacer fuerte a una reforma. Nuestros burócratas empedernidos, acostumbrados a imponer sus convicciones, no tienen idea de lo que es el verdadero arte de reformar.

Lo más curioso del abominable caso mexicano es que se cree que las reformas, por sí solas, nos van a resolver todos los problemas. Nuestros gobernantes no han aprendido que una reforma es, ante todo, un acto de voluntad política que, para triunfar, debe involucrar a los más posibles de todos los sectores sociales y que éstos deben estar imbuidos de la máxima convicción de que la reforma, en efecto, es necesaria e inaplazable. Las reformas no son cheques en blanco que se libran a favor de los gobernantes. Son compromisos que los superan a ellos mismos y que los deben someter.

México parecería ser un país reformista por excelencia; pero no lo es y, la verdad sea dicha, hace mucho que no lo es. La Revolución Mexicana fue, como revolución, una cadena inagotable de reformas. Su revolucionarismo, si se me permite la expresión, fue su reformismo. Eso hasta el sexenio de Cárdenas. Desde entonces nuestro reformismo se ha convertido paulatinamente en una simulación que encubre, a menudo, los más oscuros y sucios designios. Ya no se reforma para cambiar. Se reforma para simular. La reforma agraria de Salinas de 1992 fue una simulación que encubrió el designio de saquear el campo. Hoy, todo mundo lo puede constatar, es una ruina y nuestra economía agrícola casi ha desaparecido.

Hasta hoy nuestro reformismo ha resultado ser un lúgubre cementerio de falsas promesas y de engaños colosales. La diferencia con nuestro reformismo de antes es que éste se hacía con las masas y el de ahora se hace en las cúpulas del poder. Antes se reformaba para resolver los grandes problemas de la Nación y de sus masas trabajadoras; hoy se hace para lucrar desvergonzadamente o para consumar venganzas políticas de la peor ralea. Antes se tenía una clara idea del interés general, hoy priva sólo el interés más sucio. Antes teníamos verdaderos políticos; hoy sólo simuladores y gesticuladores.




Fuente: La Jornada