lunes, 18 de febrero de 2013

Lotería democrática: John M. Ackerman

Los procedimientos actuales para el nombramiento por el Congreso de la Unión de los titulares de los órganos y organismos del Estado garantizan que la lealtad política y la mediocridad predominen por encima de la independencia ciudadana y la capacidad profesional. La profunda crisis de legitimidad que hoy aqueja tanto al Instituto Federal Electoral (IFE) como al Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos (IFAI) y al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación no es más que el desenlace natural de procesos de selección sistemáticamente amañados desde hace dos lustros. Hay que actuar para que los próximos nombramientos para estas instituciones, y para la nueva Comisión Nacional de Combate a la Corrupción, rompan con la lógica perversa de intercambio de favores.

La historia nos ha demostrado que a los políticos les interesan muy poco las opiniones de los expertos y menos las de los grupos ciudadanos que en cada coyuntura de nombramiento demandan plena transparencia y altura de miras a los legisladores. En lugar de esperar a que ahora sí la clase política se dé cuenta del enorme daño que está haciendo a las instituciones del Estado, a los ciudadanos nos toca construir y exigir la implementación de propuestas innovadoras.

Nuestro enfoque debe ser simultáneamente revolucionario y realista. No se trata de encontrar un grupo de ciudadanos puros para rescatar las instituciones, sino de instalar un procedimiento que aumente la posibilidad de que los nuevos funcionarios manden al diablo a la clase política y coloquen los intereses sociales en primer término. No se trata de una búsqueda de ángeles, sino de cerrar el paso a los vividores.

Hoy el mundo se encuentra al revés. Los procedimientos actuales garantizan que los consejeros, comisionados, magistrados y ministros tengan que rendir cuentas en primer lugar a sus padrinos políticos. Algunos cabildean sus nombramientos durante años y casi todos juran lealtad personal y obediencia política a cambio del favor de su nombramiento. Solamente en casos excepcionales ocurren traiciones patrióticas donde, una vez en el cargo, el funcionario pone en riesgo su futuro político al independizarse de sus patrocinadores y lanzarse con todo para defender el interés general.

Se debe invertir completamente el esquema. Si bien siempre existirá la posibilidad de que un nuevo consejero, comisionado, magistrado o ministro dé la espalda a la ciudadanía, hay que diseñar un sistema que asegure que tal comportamiento sea la excepción y no la regla. Para ello, el primer paso sería romper de tajo cualquier liga o relación entre el nombrado y quien decida el nombramiento. Los nuevos funcionarios no deberían deber su cargo a absolutamente nadie.

Existe un mecanismo muy sencillo y universalmente conocido para lograr esta independencia estructural: la lotería. Si los próximos consejeros y comisionados fueran seleccionados de manera aleatoria, de entre un grupo de personas de probada capacidad e independencia, nos encontraríamos en una coyuntura mucho más favorable que la actual.

Hoy tenemos la certeza de que la vasta mayoría de los seleccionados tengan un perfil gris y un comportamiento parcial. Con un sistema de lotería, existiría una probabilidad mucho más alta de que una mayor cantidad de los nombrados sean verdaderamente independientes y capaces.

Desde los tiempos de la antigua Grecia, la lotería ha sido reconocida como uno de los mecanismos de toma de decisión más estrictamente democráticos. Cuando el azar decide quién ocupe algún puesto o tenga que desempeñar una actividad, desaparecen las jerarquías y todos nos encontramos en un plano de estricta igualdad. El poderoso cuento de Jorge Luis Borges La lotería en Babilonia constituye una de las representaciones literarias contemporáneas más elocuentes sobre el poder democrático del azar y la incertidumbre.

El nombramiento de los titulares de los órganos y organismos de Estado por lotería consistiría de dos etapas. En primer lugar, tendría que haber una convocatoria pública, la inscripción de candidatos y un fuerte proceso de depuración de perfiles. En lugar de proteger a los candidatos del ojo público, habría que someterlos a una rigurosa investigación para descubrir cualquier conflicto de interés personal, político, profesional o económico que podría afectar su labor. También habría que someter a los candidatos a un riguroso examen de capacidades analíticas y de conocimientos en la materia correspondiente.

El objetivo de esta primera etapa sería eliminar del universo de posibles funcionarios tanto a los vividores como a los incapaces. Posteriormente, se aplicaría la lotería al grupo de candidatos que haya sobrevivido la primera etapa para determinar los seleccionados. Idealmente, el universo de personas que superan la primera etapa debería ser por lo menos diez veces más grande que la cantidad de puestos vacantes. Es decir, si hay tres vacantes, tendría que haber por lo menos 30 candidatos aptos para el puesto de entre quienes escoger.

Los políticos y los organismos autónomos nos han perdido la confianza. En lugar de esperar a que se rectifiquen solos, es hora de que los ciudadanos les atemos las manos y los obliguemos a trabajar por el bien común. Sólo de esta manera se podrá rescatar alguna esperanza en la vía institucional como vía para revertir la consolidación autoritaria que es el signo de nuestros días.




Fuente: La Jornada