Por fortuna, se ha conjurado el intento por aprobar en el actual periodo de sesiones del Congreso la Ley de Seguridad Nacional. Ayer, las fracciones del PRD, el PT y el PAN en la Comisión de Gobernación de la Cámara de Diputados plantearon una consulta nacional, que incluya la opinión formal de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos sobre el tema, así como la difusión pública de los documentos a discusión, a efecto de que los grupos de la sociedad los conozcan y emitan las opiniones respectivas.
Resulta de suyo positivo el hecho de que la citada ley no se haya votado con la premura que buscaban sus promotores. Ciertamente, del dictamen sometido a discusión se han retirado elementos particularmente impresentables –como la intervención militar para controlar movimientos sociales, laborales y electorales y la pretensión de que los abusos de Ejército y Armada sean juzgados en el fuero castrense–, pero se mantiene el otorgamiento de facultades al Ejecutivo para desplazar fuerzas armadas en el territorio nacional ante potenciales "amenazas" a la seguridad interior, con el consecuente riesgo para las garantías de la población y bajo la consideración, por lo menos criticable, de que la paz, en contraposición a la guerra, es un concepto relativo.
Ante lo que se presenta como la apertura de un periodo de discusión sobre la ley referida, es importante señalar que, tal como está planteada, la normativa acusa, en más de un sentido, un grave déficit de memoria histórica. Resulta significativo, por principio de cuentas, que la presidencia de la Comisión de Gobernación en San Lázaro haya resaltado que el eje de la reforma debe ser "colocar a la persona como sujeto esencial de la seguridad del Estado". Tal afirmación obliga a recordar que históricamente la principal amenaza para la población ha provenido de las propias autoridades: así ha ocurrido desde por lo menos el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, con la represión estudiantil de1968, y se ha reproducido con la guerra sucia de las administraciones de Echeverría y López Portillo; con los asesinatos de perredistas durante la gestión de Salinas de Gortari; con la política de contrainsurgencia de Ernesto Zedillo; con los episodios de represión en Atenco, Oaxaca y Sicartsa bajo la presidencia de Vicente Fox, y con la violaciones a los derechos humanos durante la "guerra" del calderonismo contra el narcotráfico.
En todo este tiempo, las autoridades federales han cometido atropellos a pesar de los marcos jurídicos vigentes, y se han amparado justamente en el argumento de salvaguardar la "seguridad interior". Más que "regularizar" o aun ampliar las facultades del Ejecutivo en la materia, lo que se requiere son elementos que restrinjan su capacidad para cometer abusos contra la población.
Por lo demás, la discusión legislativa que se ha desarrollado en días recientes ha pasado por alto un elemento central: que la mayor amenaza para la seguridad nacional de nuestro país no ha provenido históricamente de factores endógenos, sino en buena parte del intervencionismo de Estados Unidos, y la circunstancia actual no parece ser la excepción. Aun sin atender a las evidencias documentales de que el auge del narcotráfico en México es un fenómeno alimentado por las autoridades de Washington (recuérdese, por ejemplo, la intromisión de agencias de inteligencia estadunidenses para promover el tráfico de drogas ilícitas dentro del territorio nacional, en el contexto del operativo Irán-contras, a mediados de los años 80 del siglo pasado), las autoridades del vecino país han incurrido en claras omisiones en cuanto al control del consumo desmedido de drogas en su territorio, así como en lo relacionado al flujo de armas, precursores químicos y dinero proveniente del narco hacia el nuestro.
En suma, es importante que en los procesos de negociación y de consulta en torno de esta ley estén presentes consideraciones sobre el pasado reciente, y un apego irrestricto a los derechos humanos. De lo contrario, el proceso legislativo correspondiente difícilmente derivará en instrumentos legales que permitan al Estado garantizar la seguridad interior, y ampliará, en cambio, los riesgos para las garantías básicas de la población.
http://www.jornada.unam.mx/2011/04/30/index.php?section=edito
Resulta de suyo positivo el hecho de que la citada ley no se haya votado con la premura que buscaban sus promotores. Ciertamente, del dictamen sometido a discusión se han retirado elementos particularmente impresentables –como la intervención militar para controlar movimientos sociales, laborales y electorales y la pretensión de que los abusos de Ejército y Armada sean juzgados en el fuero castrense–, pero se mantiene el otorgamiento de facultades al Ejecutivo para desplazar fuerzas armadas en el territorio nacional ante potenciales "amenazas" a la seguridad interior, con el consecuente riesgo para las garantías de la población y bajo la consideración, por lo menos criticable, de que la paz, en contraposición a la guerra, es un concepto relativo.
Ante lo que se presenta como la apertura de un periodo de discusión sobre la ley referida, es importante señalar que, tal como está planteada, la normativa acusa, en más de un sentido, un grave déficit de memoria histórica. Resulta significativo, por principio de cuentas, que la presidencia de la Comisión de Gobernación en San Lázaro haya resaltado que el eje de la reforma debe ser "colocar a la persona como sujeto esencial de la seguridad del Estado". Tal afirmación obliga a recordar que históricamente la principal amenaza para la población ha provenido de las propias autoridades: así ha ocurrido desde por lo menos el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, con la represión estudiantil de1968, y se ha reproducido con la guerra sucia de las administraciones de Echeverría y López Portillo; con los asesinatos de perredistas durante la gestión de Salinas de Gortari; con la política de contrainsurgencia de Ernesto Zedillo; con los episodios de represión en Atenco, Oaxaca y Sicartsa bajo la presidencia de Vicente Fox, y con la violaciones a los derechos humanos durante la "guerra" del calderonismo contra el narcotráfico.
En todo este tiempo, las autoridades federales han cometido atropellos a pesar de los marcos jurídicos vigentes, y se han amparado justamente en el argumento de salvaguardar la "seguridad interior". Más que "regularizar" o aun ampliar las facultades del Ejecutivo en la materia, lo que se requiere son elementos que restrinjan su capacidad para cometer abusos contra la población.
Por lo demás, la discusión legislativa que se ha desarrollado en días recientes ha pasado por alto un elemento central: que la mayor amenaza para la seguridad nacional de nuestro país no ha provenido históricamente de factores endógenos, sino en buena parte del intervencionismo de Estados Unidos, y la circunstancia actual no parece ser la excepción. Aun sin atender a las evidencias documentales de que el auge del narcotráfico en México es un fenómeno alimentado por las autoridades de Washington (recuérdese, por ejemplo, la intromisión de agencias de inteligencia estadunidenses para promover el tráfico de drogas ilícitas dentro del territorio nacional, en el contexto del operativo Irán-contras, a mediados de los años 80 del siglo pasado), las autoridades del vecino país han incurrido en claras omisiones en cuanto al control del consumo desmedido de drogas en su territorio, así como en lo relacionado al flujo de armas, precursores químicos y dinero proveniente del narco hacia el nuestro.
En suma, es importante que en los procesos de negociación y de consulta en torno de esta ley estén presentes consideraciones sobre el pasado reciente, y un apego irrestricto a los derechos humanos. De lo contrario, el proceso legislativo correspondiente difícilmente derivará en instrumentos legales que permitan al Estado garantizar la seguridad interior, y ampliará, en cambio, los riesgos para las garantías básicas de la población.