Con la creación de la denominada Alianza del Arco del Pacífico Latinoamericano, impulsada y suscrita ayer en Lima por Perú, Colombia, Chile y México, los gobiernos regionales de derecha plantean una contraofensiva al proceso de integración soberana y progresista desarrollado en la década anterior en América Latina, el cual se ha basado en una coincidencia de la mayoría de los regímenes de la región en el rechazo a la preceptiva, tanto política como económica, de Estados Unidos.
En la capital peruana, los gobernantes de esos países, Alan García, Juan Manuel Santos, Sebastián Piñera y Felipe Calderón, resaltaron sus similitudes en cuanto a modelos económicos y políticos; exaltaron las “virtudes” del libre mercado y del “realismo” económico; equipararon la “libertad” con el “respeto a la propiedad privada”, y formularon compromisos que van más allá del libre tránsito de capitales, servicios y productos, si se toma en cuenta el planteamiento de que las naciones suscriptoras intercambien información relevante en materia de seguridad.
Es inevitable ponderar la creación de este nuevo acuerdo comercial en el contexto del avance y la consolidación del Mercado Común del Sur (Mercosur). Dicha instancia de integración, surgida a inicios de los años 90 y recuperada la década pasada por los gobiernos de Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay, constituyó un contrapeso a los intentos de Estados Unidos por expandir y consolidar la ortodoxia neoliberal en la región; por ampliar –mediante el Área de Libre Comercio de las Américas– sus exportaciones y profundizar la dependencia de las economías latinoamericanas hacia Washington, y por reproducir, en suma, la experiencia vivida en México con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, a escala regional.
Con estas consideraciones en mente, llama la atención que el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa –en un gesto poco comprensible si no es como un acto de temeridad y hasta de hostilidad–, haya afirmado ayer que la Alianza del Pacífico sería más grande que el Mercosur, porque maneja un volumen comercial de 872 mil millones de dólares, mientras que la de la unión sudamericana suma 543 mil millones. Tal afirmación pasa por alto dos consideraciones elementales: por un lado, que el Mercosur es una realidad desde hace varios años, en contraste con la alianza suscrita ayer, y que incorpora, a diferencia de ésta, mecanismos compensatorios cuyo fin es superar paulatinamente las asimetrías económicas entre sus integrantes; por el otro, que el nuevo acuerdo comercial supone el problema de la discontinuidad territorial entre México y los países sudamericanos suscriptores: lo cierto es que, sin la condición de proximidad geográfica, parece difícil que pueda cumplirse la promesa de “una integración total”, entre México y Colombia, Perú y Chile.
Más que una competencia directa en lo comercial –cuya viabilidad parece cuestionable–, la alianza suscrita ayer en Lima plantea un intento de gobiernos ideológicamente afines –en política económica, pero también en la supeditación a Washington– para hacer tropezar un proceso de integración regional que ha acompañado avances incuestionables en el desarrollo democrático, la justicia social, la soberanía y los derechos humanos, y que ha permitido hacer coincidir a proyectos nacionales tan distintos –más allá del rechazo común a la dependencia de la Casa Blanca– como los de Brasil y Venezuela. Flaco favor se hace el gobierno calderonista al inscribir el país en foros latinoamericanos como el referido, el cual representa una continuación, en lo externo, de las políticas, las prácticas y las ideas que han provocado la actual debacle nacional.
En la capital peruana, los gobernantes de esos países, Alan García, Juan Manuel Santos, Sebastián Piñera y Felipe Calderón, resaltaron sus similitudes en cuanto a modelos económicos y políticos; exaltaron las “virtudes” del libre mercado y del “realismo” económico; equipararon la “libertad” con el “respeto a la propiedad privada”, y formularon compromisos que van más allá del libre tránsito de capitales, servicios y productos, si se toma en cuenta el planteamiento de que las naciones suscriptoras intercambien información relevante en materia de seguridad.
Es inevitable ponderar la creación de este nuevo acuerdo comercial en el contexto del avance y la consolidación del Mercado Común del Sur (Mercosur). Dicha instancia de integración, surgida a inicios de los años 90 y recuperada la década pasada por los gobiernos de Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay, constituyó un contrapeso a los intentos de Estados Unidos por expandir y consolidar la ortodoxia neoliberal en la región; por ampliar –mediante el Área de Libre Comercio de las Américas– sus exportaciones y profundizar la dependencia de las economías latinoamericanas hacia Washington, y por reproducir, en suma, la experiencia vivida en México con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, a escala regional.
Con estas consideraciones en mente, llama la atención que el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa –en un gesto poco comprensible si no es como un acto de temeridad y hasta de hostilidad–, haya afirmado ayer que la Alianza del Pacífico sería más grande que el Mercosur, porque maneja un volumen comercial de 872 mil millones de dólares, mientras que la de la unión sudamericana suma 543 mil millones. Tal afirmación pasa por alto dos consideraciones elementales: por un lado, que el Mercosur es una realidad desde hace varios años, en contraste con la alianza suscrita ayer, y que incorpora, a diferencia de ésta, mecanismos compensatorios cuyo fin es superar paulatinamente las asimetrías económicas entre sus integrantes; por el otro, que el nuevo acuerdo comercial supone el problema de la discontinuidad territorial entre México y los países sudamericanos suscriptores: lo cierto es que, sin la condición de proximidad geográfica, parece difícil que pueda cumplirse la promesa de “una integración total”, entre México y Colombia, Perú y Chile.
Más que una competencia directa en lo comercial –cuya viabilidad parece cuestionable–, la alianza suscrita ayer en Lima plantea un intento de gobiernos ideológicamente afines –en política económica, pero también en la supeditación a Washington– para hacer tropezar un proceso de integración regional que ha acompañado avances incuestionables en el desarrollo democrático, la justicia social, la soberanía y los derechos humanos, y que ha permitido hacer coincidir a proyectos nacionales tan distintos –más allá del rechazo común a la dependencia de la Casa Blanca– como los de Brasil y Venezuela. Flaco favor se hace el gobierno calderonista al inscribir el país en foros latinoamericanos como el referido, el cual representa una continuación, en lo externo, de las políticas, las prácticas y las ideas que han provocado la actual debacle nacional.
http://www.jornada.unam.mx/2011/04/29/index.php?section=edito