Los parientes de las víctimas, víctimas a su vez. Foto: Presidencia
Abandonó las labores del campo y la construcción, interrumpió su viejo sueño de terminar de reconstruir su casa en el barrio de El Fortín –donde vive desde hace 54 años–, desatendió su diabetes y su úlcera gástrica, y endosó a su esposa Romana Cantor Abraján la manutención del hogar. Decidió dedicarse a la búsqueda de su hijo de 33 años, el mayor de los estudiantes que la policía municipal detuvo para entregarlos al crimen organizado.
Entrevistado en la casa que heredó de sus abuelos, Campos Santos cuenta que nació y creció en este municipio, donde funciona desde 1931 la Normal Rural en la exhacienda de Ayotzinapa, cuyas instalaciones conoce muy bien: cuando era niño iba con su abuelo a sembrar en lo que hoy es la parte alta del plantel. Tiempo después trabajó allí en la construcción de un edificio de dormitorios.
Ahora está delgado, correoso. Los constantes viajes, las marchas, los plantones, las asambleas y reuniones con autoridades de todos los niveles ya minaron su salud, pero Campos Santos no se rinde:
“Vamos a seguir en busca de nuestros hijos hasta saber la verdad. Sabemos que la policía y los militares los agarraron, ellos saben a quién los entregaron… Tenemos la esperanza de que siguen con vida… Ando en esta lucha por mi hijo; a pesar de la diabetes y mi úlcera cancerosa, sigo adelante”.
Desencuentro con Peña Nieto
El 24 de septiembre de 2015, los padres de los desaparecidos se reunieron por segunda vez con el presidente Enrique Peña Nieto en el Museo Tecnológico de la Comisión Federal de Electricidad (Mutec).
Harto del desdén gubernamental, don Bernardo encaró al mandatario:
“Le grité, le dije en su cara que dónde estaba el corazón y el cariño por nuestros hijos del que nos había hablado allá en Los Pinos. Le recalqué que no era cierto, que hablaba de dentro para fuera. El cariño que tenemos por nuestros hijos es lo que nos mantiene en su búsqueda, en la lucha.”
Esa vez también le pidió que se extendiera el mandato del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, cuya permanencia estaba en duda: “Le pedí que la búsqueda siguiera y que le diera permiso a los especialistas de seguir buscándolos; les teníamos más confianza porque nos habían sacado de varias mentiras”.
Sin embargo, agrega Campos Santos, Peña Nieto se molestó.
“Me pidió mi nombre. Le dije: me llamo Bernardo Campos, soy padre de José Ángel Campos Cantor, vengo de Tixtla de Guerrero y vivo en el barrio de El Fortín. Si algo se le ofrece, ahí estamos, porque yo ya no tengo miedo, no tenemos miedo: lo perdimos desde que a nuestros hijos los desaparecieron y no hemos tenido el apoyo de ustedes; es más coraje el que tenemos.”
Cuando vio que los reclamos de los padres podían desbordarse, Peña Nieto intentó apaciguarlos al informarles que habían sido capturados unos policías presuntamente implicados en la desaparición de los normalistas, entre otros supuestos avances de la indagatoria.
“Peña hablaba de que todo estaba en orden en Iguala, de que estaban cayendo policías y se iba a agotar la investigación, pero no le creímos nada porque desde un principio nos hicieron a un lado”, relata don Bernardo.
Lo que terminó por descomponer al presidente, recuerda el entrevistado, fue que los padres de los normalistas le exigieron el cabal cumplimiento del acuerdo suscrito a regañadientes por el gobierno federal el 29 de octubre de 2014 en Los Pinos, durante su primer encuentro.
En esa ocasión el presidente y los titulares de las secretarías de Gobernación y de Educación Pública, así como de la Procuraduría General de la República, se comprometieron a intensificar y rediseñar el plan de búsqueda, poner cerrojo a la información surgida de las indagatorias, garantizar la atención médica a los lesionados del caso Iguala y redignificar las Escuelas Normales Rurales del país, entre otros puntos.
Narra: “Al final le preguntamos que dónde estaban los puntos que habíamos firmado, pero él se molestó y ya no nos quisieron firmar ningún documento ni Peña ni Osorio Chong ni Arely Gómez. Salimos muy enojados”.
Vidas truncadas
En julio de 2014, dos meses antes de su desaparición, José Ángel Campos llegó emocionado a la casa de sus padres para darles la noticia de que había sido admitido en la Normal de Ayotzinapa. Tenía otro motivo para estar feliz: estaba por nacer su segunda hija, Gabi.
“Me dijo que no sabía cómo le iba a hacer, que ya se había quedado en la Normal. Me dio gusto saber que a sus 33 años y casado quisiera ser algo en la vida, y que le pidiera a Dios que me siguiera dando trabajo, que me cuidara de mis enfermedades. (Le dije) que no se preocupara y le echara ganas, que yo lo iba a apoyar.”
Sin embargo, la noche del 26 de septiembre de 2014 una camioneta con normalistas recorrió las principales calles de Tixtla y, con un altavoz, llamó a los pobladores que tuvieran hijos estudiantes a concentrarse en la Normal.
Don Bernardo fue, igual que otros padres. En el plantel unos jóvenes les informaron lo que se sabía entonces: “Nos dijeron que había ocurrido una balacera (en Iguala), que tuvieron problemas, pero que no sabían a cuántos chamacos habían agarrado ni dónde estaban”.
Horas después, la información comenzó a fluir lentamente. “Nos avisaron que en el curso de la noche llegarían autobuses con estudiantes que habían estado presentes en la balacera de Iguala, que tres estudiantes se encontraban muertos y que había muchos heridos, entre ellos futbolistas del equipo de Los Avispones”.
Llegaron los autobuses procedentes de Iguala, pero José Ángel no venía en ninguno:
“Cuando vimos que no bajaron nuestros hijos sentimos feo, pero más cuando supimos que había muertos. Nos andaban preguntando qué cicatrices tenían nuestros hijos, pero mi hijo no tiene cicatrices, sólo una verruguita roja.”
Al día siguiente él y otros padres de familia comenzaron a buscar a sus hijos. Tocaron puertas en las colonias igualtecas Rancho del Cura y Santa Teresa. Lo mismo hicieron en poblaciones al borde de la carretera Iguala-Chilpancingo, en los municipios de Atenango del Río, Tepecuacuilco y Eduardo Neri y Huitzuco.
La vida de la familia Campos Santos ha sido otra desde entonces. Don Bernardo recuerda que José Ángel le había ayudado en las labores del campo y de la construcción, pero le gustaban la danza folclórica y el futbol. Ahora le duele su nieta:
“Mi hijita Gabi va conociendo a su papá por la pura foto. Con ella la estoy haciendo de abuelo y padre. Cuando voy a México me pregunta: ‘¿Abuelito, a dónde va?’ (Y le respondo:) ‘Vamos a México para que nos den a tu papá y a los muchachos’.”
La búsqueda de justicia lo obliga a alejarse del hogar con frecuencia, por lo que su esposa Romana Cantor tiene que vender esquites y elotes para sostener la casa, aunque ella también está enferma.
“Le dolía un ojo y luego se le pasó al otro. La operaron dos veces. Por la primera operación pagué 16 mil pesos y 11 mil por la segunda; tuve que vender mi camioneta. Pero no ha quedado bien, todavía tiene molestias: ve empañado”, explica.
En el primer aniversario de la desaparición de los normalistas, la madre de José Ángel compró una imagen de Cristo en Chalma, Estado de México, y convirtió un rincón de su casa en una capilla, donde reza todos los días por el regreso de su hijo.
En las oficinas públicas los padres de los desaparecidos no han encontrado ninguna respuesta que alivie su dolor o les dé esperanza de hacer justicia.
“Del gobierno no espero nada –reitera don Bernardo–, no ha investigado la desaparición de los muchachos, no nos ha dado información que nos dé un poco de tranquilidad. Nos está llevando a base de puras mentiras, de engaños, no le creemos nada. Ya son dos años, es mucho tiempo. Será una rareza, una suerte, una casualidad, que nos den una respuesta verídica, pero está duro pensar en eso.
“No creo que las cosas cambien aunque quiten a los funcionarios. Ellos se van a ir, pero nosotros vamos a seguir en busca de nuestros hijos hasta saber la verdad. Tenemos la esperanza de que están vivos, y tenemos la esperanza en Dios.”
Fuente: Proceso| DIANA ÁVILA