La procuraduría protege al asesino, acusa mientras resana los agujeros de las balas en su casa
No mataron a un perro, dice llorando Gustavo Acosta Ríos mientras resana las paredes de su casa, a la que ha vuelto después de cinco meses. Los agujeros de las balas siguen allí y los recuerdos de su hijo, Gustavo Acosta Luján, de 31 años, ejecutado extrajudicialmente en Apodaca, Nuevo León.
Ya saben quién lo mató, pero no lo detienen. La procuraduría lo protege. Llevamos cinco meses luchando para que se haga justicia y limpien el nombre de mi hijo, señala Acosta Ríos mientras camina con un bastón y muestra un documental realizado por Human Rights Watch para exhibir con este caso paradigmático el crimen de ejecución extrajudicial cometido por la Marina en la guerra contra el narco llevada acabo por este gobierno.
Cada vez que entra a la sala de su casa –dice– los hechos vuelven a su memoria en forma de una película de terror: ¡Abran la puerta, hijos de la chingada!, gritan desde afuera. Es la una de la mañana del primero de septiembre de 2011. El sonido de las balas retumba en las paredes. Su hijo contesta: tranquilos, ahora les abro; no estamos escondiendo nada. Acosta Ríos está acostado en un sofá y se levanta convaleciente por su operación en una pierna, aturdido por el estruendo sin poder mediar palabra: les voy a abrir, papá, le dice, al tiempo que quita los cerrojos de la puerta principal. La abren con una patada. En la oscuridad aparecen varios hombres encapuchados usando chaleco de la Marina Armada de México, quienes le apuntan. Gustavo levanta las manos. Sin mediar palabra, uno de ellos se acerca y le dispara en la frente. Antes de caer intenta proteger a su padre y se mueve para recibir el segundo balazo. Se desploma. Gritos, llanto, golpes, más balazos...
Empujan a las mujeres a la calle, incluida su nieta de 9 años
Un cachazo en la columna tira al suelo a Acosta Ríos. No levantes la cabeza porque también te matamos, hijo de tu pinche madre. En la planta alta duermen su esposa, dos hijos y una nieta. Los balazos destrozan dos ventanas. Las esquirlas se incrustan en la pared. No sabe si están vivos. Voltea la mirada a las escaleras y ve a su hija Karen Paola, de 21 años, gritando aterrorizada. Eliot Daniel, de 19, corre en su auxilio, pero un marino lo golpea y lo tira al suelo: ¿Dónde está la droga, cabrón? Dinos dónde están las armas.
Mira a la izquierda y varios encapuchados con chalecos que también dicen Marina empujan a las mujeres hacia la calle, incluida su nieta Devani Yamelé, de nueve años. Su esposa, María Eva Luján López, pasa a su lado: ¿Qué le hicieron a mi niño, qué le hicieron? No la dejan acercarse al cuerpo tendido en el suelo. ¡Cállese el hocico, vieja pendeja!. Se desmaya. Convulsiona. Padece epilepsia, empieza a sangrar por la boca. Pinches viejas, primero andan disparando, hacen sus pedos, y luego lloran.
Dos marinos arrastran a su esposa; a él también, no puede caminar. Los vecinos de la colonia Jardines de San Andrés, en Apodaca, Nuevo León, están agazapados en las ventanas, observando el operativo en el 118 de la calle Margarita, donde hay cuatro camionetas oficiales de la Marina y más hombres encapuchados. Nadie les ayuda. Su hijo Eliot Daniel sigue en la casa, donde los marinos lo interrogan a base de golpes. Con su camiseta le taparon la cara. Lo obligan a tomar una pistola y le ordenan disparar: Si dices algo, vamos a desaparecer a tus papás.
La pesadilla continúa: los otros encapuchados los siguen empujando por la calle. En la esquina se detienen y los sientan en un lote baldío. Su esposa vuelve a convulsionar, pierde el conocimiento. Un marino reacciona: súbanse a la camioneta, los vamos a llevar a un lugar donde los atiendan. Acosta Ríos le dice: si nos vas a matar y luego desaparecer, prefiero que nos mates aquí. No quiero que quedemos en una fosa para que luego mis hijos nos anden buscando.
El mismo marino pone su mano derecha en el pecho y dice de manera solemne: no señor, los vamos a llevar a un hospital. Le doy mi palabra de honor. Él ríe y le pregunta: ¿honor? ¿Cuál honor? Fíjate lo que acaban de hacer. Mataron a un pobre inocente. Mi hijo me salvó la vida. Fíjate lo que nos han hecho, fíjate cómo nos traes a mi esposa, a mi hija, a mi nieta, a mí. ¿Cómo voy a confiar en ustedes?.
En ese momento los subieron a una camioneta y los llevaron a la clínica 6 del Seguro Social. María Eva ni siquiera fue atendida. Allí nos aventaron; hasta que vinieron nuestros familiares a auxiliarnos. Luego nos quedamos con una hermana. Han pasado cinco meses y apenas vuelvo a mi casa. Me acuesto y allí están los balazos en las paredes, en el techo; parece una película de terror, pero es la vida de nosotros, una vida destrozada, dice señalando un agujero en la pared de la sala de la bala que mató a su hijo y salió por la nuca.
Al día siguiente del asesinato, los medios de comunicación repetían la versión de la Marina: Muere hombre en enfrentamiento; muere sicario durante balacera, Aclara Marina que abatido en Apodaca era delincuente....
En un comunicado, informaron que atendían una denuncia anónima y que al acudir fueron recibidos con agresión de arma de fuego y al repelerla murió Gustavo Acosta Luján, alias M-3. Según su versión, en la casa encontraron una subametralladora 9 mm, un arma larga tipo AR-15 calibre 5.56 y varias dosis de cocaína: además, en el lugar se encontraban cinco familiares del occiso, entre ellos una menor de edad, quienes recibieron atención médica del personal naval, al presentar crisis nerviosa, dice el documento.
Indignado, Acosta Ríos sigue sin entender por qué tantas mentiras: “nos sembraron armas, droga, montaron una historia sin fundamento para justificar su error. Dicen que los marinos son los mejor preparados; que los enseñen a tener valor para reconocer sus errores, para reconocer sus crímenes”.
Pero la Marina no ha aceptado públicamente el crimen, ni el mando superior a cargo asumió su responsabiidad en el operativo. La familia presentó inmediatamente la denuncia ante la Procuraduría General de la República y después de cinco meses sólo han comparecido dos marinos, a quienes se protege manteniendo en secreto su identidad: “Pero el caso no avanza. Nunca se les detuvo, jamás se les exigieron responsabilidades. Nadie del gobierno se ha arrimado a darnos una explicación, ni de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos ni de ninguna institución. Quieren demostrar que no pasó nada…”.
Y muestra la carta de no antecedentes penales de su hijo que trabajaba en Nuevo Laredo y estaba de visita atendiendo a su padre enfermo. Gustavo Acosta Luján deja a un niño de tres años: ¿Dónde está la reparación del daño? La Marina debe reparar lo que hizo, compensar a mi nieto que se queda en el desamparo. Arreglarnos la casa. Todo lo pagamos nosotros. Pido justicia.
Su hija Karen Paola señala que su hermano fue un daño colateral como otros miles. “Cuando nos sacaban de la casa –recuerda– uno de ellos dijo: No hay nada, jefe, ya la regamos, es casa de familia. Y el jefe le contestó: cállese el hocico, pendejo, porque lo van a oír. Luego se llevaron el cuerpo de mi hermano y dejaron la casa sola y la camioneta baleada”.
Para todos ha sido muy difícil volver a la casa. Al llegar se dieron cuenta de que les habían robado la mayor parte de sus muebles, celulares y computadoras. Es como volver a empezar. Llora otra vez: Tenemos mucho miedo, pero qué más, ¿a dónde nos vamos? Tampoco nos vamos a callar. Vivimos con miedo. Pareciera que los marinos son delincuentes con licencia para matar.
Su madre insiste: Queremos que limpien su nombre. No mataron un animal, era un ser humano, un inocente, mi hijo.
Fuente: La Jornada