sábado, 24 de febrero de 2018

Eu va a ser una Superpotencia Petrolera y eso es malo para todos los Demás

La producción diaria de crudo de Estados Unidos está a punto de alcanzar nuevamente la marca de los ocho dígitos y, con esto podría acercarse a la independencia energética.
El ascenso estadounidense a la cima de una montaña por largo tiempo ocupada por Arabia Saudita cimbraría la geopolítica. Sin embargo, no tiene todo el camino despejado.
La última vez que Estados Unidos extrajo 10 millones de barriles de crudo al día, Richard Nixon habitaba la Casa Blanca. La primera crisis del petróleo aún no había alcanzado a los estadounidenses, que se daban gusto comprando autos, y el fracking era una técnica experimental que un puñado de ingenieros intentaba, con poco éxito, popularizar. Era 1970 y el barril se vendía a un dólar con ochenta centavos.
Casi cinco décadas más tarde, con el petróleo rondando los 65 dólares por barril, la producción diaria de crudo de Estados Unidos está a punto de alcanzar nuevamente la marca de los ocho dígitos. Es un hito importante en la realización de un sueño que hace una generación parecía improbable: para fines de 2018, Estados Unidos podría ser el mayor productor mundial de petróleo. Y con ello, el país se acerca a la independencia energética.
El ascenso estadounidense a la cima de una montaña por largo tiempo ocupada por Arabia Saudita cimbraría la geopolítica. Podría surgir un nuevo orden energético mundial que sería bueno para Estados Unidos, pero no tanto para el planeta.
Por un lado, disminuiría la influencia de una de las fuerzas más poderosas del último medio siglo, el moderno petroestado. Los diplomáticos del “America First” ya no tendrían que andar con pies de plomo con naciones petroleras como Arabia Saudita. A la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) le resultaría más difícil llegar a un acuerdo sobre las pautas de producción, lo que daría pie a precios más bajos y reabriría viejas heridas en el cártel. Eso le restaría músculo a la política exterior de Vladimir Putin, mientras que a los oligarcas rusos les sería más difícil mantener el estilo de vida al que se han acostumbrado.
El presidente Donald Trump, avistando la oportunidad, quiere más que la independencia, quiere lo que él llama “dominio energético”. Su administración planea abrir una gran extensión oceánica a la exploración marina y, por primera vez en 40 años, permitir la perforación en el Refugio Nacional de Vida Silvestre del Ártico. Su explotación tal vez tome años, pero las reservas petroleras de Alaska son enormes y están estimadas en unos 11 mil 800 millones de barriles de crudo.
Suena bien, pero hay que tener cuidado con lo que deseamos. Los últimos tres años han sido los más calurosos desde que comenzó el registro en el siglo XIX y en el plan de Trump hay poco espacio para las fuentes de energía amables con el planeta. Los gobernadores de los estados costeros ya han señalado que un derrame en el mar podría devastar el turismo, otra industria billonaria, por no mencionar los frágiles entornos litorales.
Florida ya ha solicitado una exención de dicha perforación. Una mayor oferta podría bajar los precios, desalentando a su vez las inversiones en energías renovables, que aumentan cuando los precios del petróleo suben. Si el precio del petróleo cae, el entusiasmo por las energías no contaminantes podría caer también.
Por ahora, sin embargo, el tren del petróleo avanza. Y podemos agradecérselo a la resiliencia de la industria estadounidense del esquisto bituminoso o shale, como es más conocido.
El triunfo del shale parecía imposible hace unos años. A finales de 2014, Arabia Saudita lanzó una ofensiva contra sus rivales, incluidas las petroleras estadounidenses. En lugar de limitar la producción para mantener los precios altos, los saudíes persuadieron a la OPEP de abrir los grifos, provocando que los precios cayeran por debajo de los 40 dólares por barril en diciembre, frente a los más de 100 dólares por barril de apenas cuatro meses atrás. Los saudíes esperaban sofocar la revolución del shale. Al principio, parecía que tendrían éxito, como en el pasado. La producción de Estados Unidos descendió de un máximo de 9 millones 600 mil barriles diarios a 8 millones 500 mil barriles. Las quiebras se multiplicaron en las regiones de shale, desde la cuenca pérmica de Texas hasta la formación Bakken en Dakota del Norte, y decenas de miles de trabajadores perdieron sus empleos.
En lugar de declarar la derrota, las compañías de shale atacaron, recortaron costos y pidieron prestado como locos para seguir perforando. Para fines de 2016, los saudíes se rindieron. Convencieron a la OPEP y a los rusos de que redujeran su producción. Poco a poco, el West Texas Intermediate, el punto de referencia del petróleo estadounidense y mexicano, subió de 26 dólares por barril en febrero de 2016 a su cotización actual.
Lo que no mató a las compañías de shale las hizo más fuertes. Las sobrevivientes se transformaron en versiones más eficaces y veloces que pueden prosperar incluso a precios más bajos del petróleo. El shale ya no es solo arena, sudor y suerte. La tecnología es clave. Los geólogos usan teléfonos inteligentes para dirigir la perforación y las compañías están introduciendo pozos cada vez más largos. A los precios actuales, los productores de shale pueden dar misa y repicar al mismo tiempo, elevando simultáneamente la producción y los beneficios.
También ha mejorado la fracturación hidráulica, o fracking, en las profundidades del subsuelo para liberar el hidrocarburo. Es lo que muchos llaman Shale 2.0. Y los pioneros que dominaron la primera fase de la revolución, como Harold Hamm de Continental Resources Inc., no son los únicos que se están beneficiando del auge. Exxon Mobil, Chevron y otros grandes grupos petroleros se han sumado a la fiebre. El shale estadounidense “parece estar bajo esteroides”, dice Amrita Sen, principal analista petrolera de la consultora Energy Aspects Ltd. en Londres. “El mercado sigue fascinado con la capacidad de los productores de shale para adaptarse a precios más bajos y seguir creciendo”.
Los resultados son históricos. En octubre, las importaciones netas de crudo y productos refinados en Estados Unidos cayeron a menos de dos millones y medio de barriles por día, el nivel más bajo desde que comenzaron a recabarse datos oficiales en 1973. Hace una década, las importaciones netas de petróleo alcanzaban más de 12 millones de barriles por día. “Durante los últimos cuarenta años, desde el embargo petrolero árabe, hemos tenido una mentalidad de escasez energética”, señala Jason Bordoff, director fundador del Centro sobre Política Energética Global de la Universidad de Columbia. “Como resultado de la revolución del shale, Estados Unidos ha surgido como una superpotencia energética”.
Para la OPEP, la emergente superpotencia presenta un desafío sin precedentes. Si el bloque recorta la producción, los perforadores de shale pueden responder incrementando la suya, robando la cuota de mercado de las naciones de la OPEP y socavando su esfuerzo por manipular los precios. La única solución para la OPEP es continuar con los recortes a la producción, como lo está haciendo ahora, y esperar lo mejor. Si la cooperación entre la OPEP y Rusia se rompe, es posible que la OPEP también se fracture por completo.
Si la producción de shale mantiene bajos los precios, Rusia sería un gran perdedor. Moscú utilizó los ingresos del petróleo para financiar la agresiva intervención extranjera en Ucrania y Siria. La única solución es seguir cooperando con Arabia Saudita para mantener acotada la producción, pese el disgusto de los oligarcas.
Gracias al shale, las importaciones estadounidenses de petróleo saudí se desplomaron a un mínimo de 30 años en 2017. Este giro radical hace que China y Japón dependan más que Estados Unidos del crudo de Oriente Medio. Y en consecuencia, ahora Estados Unidos puede argumentar que otros países deberían ayudar a soportar la carga de vigilar las rutas marítimas que conducen a los países exportadores de petróleo de Asia y el Norte de África.
Sin embargo, no todos los caminos están despejados para Estados Unidos, el país no es inmune a los altibajos del mercado mundial.
Cuando el precio sube debido a una convulsión política en Oriente Medio, no importa dónde estés ni cuánto produzcas, el precio también aumenta en consecuencia en Estados Unidos.
Hay además otro problema: la industria del shale, la denominada Shale 2.0, podría perjudicar a las refinerías. El petróleo shale es demasiado bueno. Durante años, las refinerías estadounidenses gastaron miles de millones de dólares en equipos especiales para procesar los crudos densos, con alto contenido de azufre y de baja calidad procedentes de México, Venezuela, Canadá y Arabia Saudita. La calidad del petróleo shale es tan alta que produce poco diésel, el combustible que alimenta la manufactura.
Tales limitaciones pueden ser meros contratiempos. Pero el dominio de Estados Unidos está lejos de ser una panacea. No revertirá el cambio climático. No disminuirá la influencia política de los productores de combustibles fósiles en Washington. Tampoco neutralizará por completo la influencia política de los erráticos petroestados.
Con la creciente demanda a pesar del surgimiento de las energías renovables y el desarrollo de vehículos eléctricos, el shale puede tener dificultades para seguir el ritmo del consumo mundial.
Existe la posibilidad de que el mundo sea testigo del más raro contrasentido del mercado: altos precios del petróleo a la par que una mayor producción estadounidense.
Entonces Arabia Saudita y Rusia podrían seguir siendo obstáculos formidables para la independencia energética de Estados Unidos. Dominarían desde lo alto de la cima incluso mientras vigilan a los productores ‘yanquis’ de shale.
Estos son problemas que difícilmente habrían imaginado los estadounidenses que hacían largas filas para llenar su tanque en la década de 1970, cuando la idea de que Estados Unidos definiera su propio futuro energético era solo un sueño. Cualquier celebración por este logro ignora la evidencia de que semejante dependencia de los combustibles fósiles no es independencia en absoluto.
Fuente:El Financiero