El regreso del Partido Revolucionario Institucional (PRI) al gobierno federal, después de 12 años de ausencia, genera todo tipo de interrogantes: ¿serán las cosas como antes? ¿Se repetirán las mismas prácticas de corrupción e impunidad? ¿Regresaremos al viejo corporativismo sustentado en el control y la inmovilidad laboral?
Cuatro elementos, entre otros, podrían responder en parte a estas preguntas: el desempeño gubernamental de Enrique Peña Nieto (EPN) en el estado de México, la actitud asumida durante el proceso de reforma laboral, las promesas de campaña y las primeras decisiones que en este reglón se asuman, iniciando con el tema de los salarios mínimos.
La política laboral de EPN en el estado de México, donde se concentra un buen número de empresas industriales y de trabajadores, siendo también el núcleo de población más importante del país, se ha caracterizado tradicionalmente por una administración laboral claramente protectora del sector empresarial y especialmente represiva frente a cualquier forma de lucha de los trabajadores, incluyendo los intentos de democratización sindical. Las movilizaciones obreras de los años 70 quedaron como una página destacada en la historia laboral, siendo desmanteladas por diversos medios, a cual más de violentos; esta paz sepulcral ha sido utilizada como un supuesto incentivo para la inversión.
Durante el periodo de gobierno de EPN se hizo evidente el control y subordinación de los distintos niveles de autoridad hacia el Ejecutivo; aspectos tan elementales como obtener información sobre el contenido de un contrato colectivo se convirtieron en un tema prohibitivo, cambiar al sindicato que el patrón impone fue una acción de imposible realización porque operaron pactos de supuesta no agresión entre sindicatos, que significaron la renuncia al libre ejercicio del derecho de asociación. Los contratos de protección patronal permearon en todo el sexenio y la complicidad con los líderes de las centrales obreras corporativas fue la constante. Obviamente, las autoridades laborales hicieron gala de este sometimiento generalizado.
Por lo que se refiere a la actitud asumida frente a la iniciativa de Calderón de reforma laboral, fue evidente el acuerdo con el sector empresarial para utilizar la aplanadora de votos del PRI y sus aliados para aprobar los temas más lesivos para los trabajadores, entre ellos facilitar el despido barato, cubriendo a los asalariados tan sólo el importe de un año de salarios caídos y de una pequeña cantidad adicional en los siguientes años. La reforma laboral fue un producto de Calderón y Peña Nieto.
El capítulo final aprobado, que suprimió la eficacia en la propuesta de rendición de cuentas de los líderes sindicales, que regula de manera deficiente el voto secreto y negó la posibilidad de que los trabajadores fueran consultados para la firma de los contratos colectivos, como un punto clave para rescatar la contratación colectiva de la corrupción y la simulación, exhibió claramente la voluntad política del nuevo gobernante para impedir un cambio en esta materia. La consulta directa a EPN en momentos definitorios de la votación en ambas cámaras del Congreso hizo evidente no sólo la extrema subordinación de los legisladores, sino también la orientación laboral del mismo.
En relación con las promesas de campaña, Peña Nieto desplegó un gigantesco listado de promesas de todo orden. Los renglones prioritarios se refieren a los temas de energía, seguridad y reforma fiscal; en el apartado laboral se destacaron tres aspectos: el compromiso de promover la seguridad social universal, el seguro de desempleo y la recuperación salarial. No identificamos otros elementos orientados a la modernización de corte estructural del mundo del trabajo, como sería transformar el sistema de justicia, que constituye una exigencia creciente por la parcialidad con que se ha conducido, tanto en el ámbito federal como local.
Los tres temas señalados son de gran importancia. Sin embargo, hasta la fecha no se han aportado detalles para su implementación. No son promesas privativas del priísmo, sino que han sido compartidas por distintas expresiones políticas respondiendo a una añeja demanda social. La seguridad social universal puede convertirse en un aspecto clave para reducir la pobreza y hacer posible el desarrollo de otras políticas públicas. El seguro de desempleo puede atemperar buena parte de las lesiones ocasionadas por la reforma laboral y la recuperación salarial es una recomendación constante, no sólo de los economistas más destacados del país, sino también de organismos especializados tan importantes como la Cepal (Comisión Económica para América Latina), vinculada con Naciones Unidas.
Atendiendo los antecedentes señalados, es difícil asumir una actitud optimista respecto de las promesas de Peña Nieto, ya que la vertiente política del PRI que representa no ha demostrado ser favorable a una modernización en el campo laboral. Todo indica que el afán reformador se orientará más a una política de corte privatizador similar a las épocas del salinismo.
No se necesita mucho tiempo para constatar definiciones de gobierno; la vocación política de EPN se hará presente en la próxima decisión sobre el monto de incremento a los salarios mínimos. Es claro que la representación empresarial se resiste a la más elemental recuperación: así lo hizo saber en días pasados, al negarse a un reducido ajuste para igualar la clasificación regional de los salarios; un cambio en la clasificación de dos regiones, de 1.76 pesos diarios, le pareció excesivo. Más allá de digresiones falsas, tales como afirmar que el salario mínimo no es importante ni representativo para el diseño de una política salarial nacional, es evidente que el monto de su incremento impacta el comportamiento del resto de los salarios, incluyendo los contractuales; por ello es fundamental que los salarios mínimos superen en varios puntos la inflación, y sobre todo aquélla de carácter real, no reducida a variables que no son representativas para el (o la) trabajador(a) común.
Esta definición salarial aportará elementos para dilucidar hacia dónde transitará el nuevo gobierno.
Fuente: La Jornada