lunes, 2 de junio de 2014

San Quintín, el valle de la explotación laboral

En al menos 20 campos agrícolas de San Quintín, los jornaleros son explotados ante la pasividad de la autoridad local, estatal y federal 

SAN QUINTÍN. La primera vez que Gabriel se puso una mochila a cuestas no fue para ir a la escuela. Tenía 14 años y se le encajaba en la espalda, pesada. En ese entonces andaba a pasitos lentos entre unos surcos de frutos en un campo agrícola en Sinaloa.

A partir de ese día, a su diminuto cuerpo se adhirió como una garrapata esa mochila color naranja, que abarcaba toda su espalda y lo encorvaba, tanto que lo hacía parecer un enano. Aunque lo que realmente cargaba era una bomba de presión reforzada, de la que salía una brisa blancuzca que se le metía por todos los orificios de la cara.

Después Gabriel emigró con su familia a los campos agrícolas en San Quintín, donde siguió trabajando con un veneno mataplagas; nadie le advirtió su peligrosidad.

Su horario comenzaba a las seis de la mañana y a veces podía terminar a la una de la madrugada, recuerda que el mayordomo exigía más y más. “Nos esclavizaba con tal de ganar”. La jornada laboral incluía fumigar 100 hectáreas a cambio de monedas sueltas que daban un total de 100 pesos.

“Ese líquido que andábamos tirando hace que la mochila esté pesada, te cansas”.

Cuando Gabriel fumiga “toda la espalda se te descarapela” y cuando el viento viene a contracorriente, la estela de veneno que va rociando se regresa a su cara. Entonces siente un ardor que quema y quisiera arrancársela.

Ya para las 11 de la mañana le empiezan a salir unos hongos que parecen callos en las manos, pero eso es lo de menos, porque viene la hora del descanso, y los fumigadores comen lo mismo que fumigaron: se pierden entre los surcos y le dan mordidas a los tomates rojos.

“Es amargo, igual al olor del líquido que avientas. Te da asco, porque para esa hora ya se te seca la boca y te incomoda comer un tomate, los ojos se te ponen rojos porque el azufre te arde machín.”

Desde los 14 años, el jornalero quien recién cumplió 26 años, ha trabajado a mano pelada, sin lentes ni protección básica.

Termina la jornada laboral y el fumigador camina kilométricas calles polvorientas hasta llegar a su casa. Se cambia de ropa y se talla la piel escamada, tratando de dejar atrás los recuerdos del campo, pero el aura de los plaguicidas nunca se borra, se queda impregnada, le causan estragos en su vida.

Cuenta que llega a casa de madrugada, pero sigue con el mismo olor, y al comer vuelve a sentir lo mismo que cuando le caía la brisa del plaguicida en el campo.

“Me enteré que iba a tener un niño, y si a uno le hace daño, imagínate a un bebé”. Por ello, comenzó a dormir en un cuartito separado al de su esposa, pero el olor no se iba y una noche abandonó su casa.

“Hasta que un día, me acuerdo, que entré a las seis de la mañana y como a eso de las cuatro de la tarde me empecé a sentir mal, débil, nauseas, con mareos, cansado”.

Se lo llevaron al IMSS y el doctor del pueblo le entregó el diagnóstico: intoxicación por pesticidas.

Para Gabriel el término era desconocido, aunque en la camilla del hospital recordó que la mochila que cargaba desde los 14 años, tenía pintada una calaverita.

Lo metieron a bañar media hora, le pusieron un par de inyecciones y en la dependencia federal le dijeron que al día siguiente podía volver al trabajo; le firmaron una incapacidad y un día después, cuando se paró a trabajar aún con vómitos y mareos, le informaron que sólo le pagarían 60 pesos.

“Que fue porque no teníamos el equipo necesario, como las mascarillas, que no hay filtros y los lentes ya no servían”. Desde que nació su hijo dejó de “andar en la fumigada” y ahora se encuentra en la búsqueda de trabajo en la pizca del campo.

San Quintín no se parece nada

El Valle de San Quintín se localiza a unos 300 kilómetros de la frontera norte, en Baja California. Un pueblo alejado de todo, donde la cabecera municipal, el puerto de Ensenada, se ubica a 170 kilómetros.

Según el Inegi tiene una población de 50 mil personas, se estima que al menos el 80% son jornaleros originarios del sur de México y el 15% habla alguna lengua indígena: mixteca, zapoteca o náhuatl.

Abandonan la montaña en busca de la tierra prometida: San Quintín. Desde la década de los 80 del siglo pasado se ha corrido la voz que acá en el norte grandes compañías estadounidenses pagan salarios como los de Estados Unidos.

La realidad es que en esta zona se asientan unas cinco empresas con capital nacional y socios comerciales estadounidenses, principalmente de California, y al menos 20 campos agrícolas. Pero en todos la situación es similar: explotación laboral, la cual es solapada por las altas esferas de los gobiernos local, estatal y federal.

San Quintín se avista kilómetros atrás, por los remolinos de polvo que se elevan al cielo. Y aparece de repente, después de pronunciadas curvas que llegan hasta un valle de vastas extensiones de tierra que se colorean de verde. Son campos que distan mucho de aquellos que dibujan los enganchadores.

“Aquí es peor, porque los niños tienen hambre, llegas y vendes todo lo que tienes porque no tienes ni un centavo; definitivamente aquí es peor, porque llegas con promesas, ilusiones, y no pasa nada, te va peor, me da tristeza”, grita Julián de Jesús, un jornalero que trabaja en el campo San Simón, a quien durante tres semanas han retrasado el pago; acusan a Víctor Rodríguez El Patrón, pariente de un ex diputado.

Las políticas de salud pública son tan deplorables como las laborales, y según el Plan de Desarrollo Regional el 56.92% de la población carece de atención médica, y gran parte de los jornaleros no tienen seguridad social. La falta de contratos deslinda al patrón del trabajador; los jornaleros presentan enfermedades relacionados con el trabajo en el campo, y a nadie le interesa.

¡Que se me va el camión!

Son las cuatro de la mañana y el frío arrecia, pero el viento que sopla con aliento de congelador no inmoviliza a cientos de jornaleros que han llegado en busca de una oportunidad de trabajo al parque de la colonia Lázaro Cárdenas, en San Quintín.

Todas las madrugadas se les ve corriendo de una esquina del parque a otra, cargando un bote blanco que sirve como banquito para sentarse, y más tarde para recolectar tomates. Andan en busca de los choferes de los campos agrícolas que hagan mejor oferta por trabajar todo el día. Aquí está Arturo que llegó del municipio de Chilampa, en Guerrero hace dos años, dice que en un rancho que se llama Los Pinos, le pagan un peso por el bote que se llena de tomates; busca a alguien que le aumente la ganancia, al menos 50 centavos más.

Su cara se ha ennegrecido de tantos años bajo el fogaje del sol, y ahora amarra sobre su cabeza un trapo viejo y manchado de mugre, por eso le apodan El Chamán.

“En el campo te malpagan, y nunca han visto por el campesino, siempre explotados y al gobierno no le interesa eso”, me muestra sus manos agrietadas, duras como una piedra.

El jornalero de 40 años, con cada palabra escupe su dolor: “Imagínese si me pagan un peso por llenar todo este bote de tomates, tengo que andar corriendo 100 vueltas para ganarme 100 pesos, y a veces trabajo más de ocho horas”.

Dice que El Patrón abusa porque sabe que los trabajadores no dirán nada, llegan de sus pueblos con muchísima necesidad. Si te caes te levantas, dice; si te fracturas te aguantas, como un animal a que se te arregle el hueso solo.

De repente se escucha un ruido estremecedor, es un camión que acelera y grita su destino: al parecer ese rancho pagará 20 centavos más por la pizca del tomate que el rancho Los Pinos, donde trabaja regularmente Arturo, quien sale corriendo despavorido: “Bueno señorita ¡ya me voy, que se me va el camión!”, se aleja deseoso de llegar.

Los Pinos: feudalismo y política

¿Cuál es el peor rancho de todos?, “Los Pinos”, contestan en coro activistas y jornaleros en San Quintín. Esta compañía agrícola, una de las más importantes en México, es exportadora a nivel mundial y nacional.

Se estableció en 1952, para el cultivo de hortalizas, tomate y pepino, desde entonces ha sido señalado como uno de los ranchos con mayor explotación laboral. Sus dueños, la familia Rodríguez, han estado ligados a políticos tanto priístas como panistas.

Uno de los dueños, Antonio Rodríguez, fue secretario de Desarrollo Agropecuario local en la pasada administración, a pesar de las violaciones cometidas en su rancho y señaladas por miles de jornaleros a lo largo de décadas.

La relación de políticos con los dueños de este rancho es de antaño: el 17 de agosto de 1999 el entonces presidente Ernesto Zedillo inauguró las viviendas mejor conocidas ahora como “cuarterías” construidas para los jornaleros, también dio el banderazo a la empacadora de hortalizas. 

Diez años después, el presidente Felipe Calderón, el 4 de marzo de 2009 según archivos periodísticos, cerró su gira de trabajo por Baja California, también en Los Pinos. 

San Quintín se convierte a pasos agigantados en una gran ciudad, formada por familias de oaxacalifornianos y guerrerobajacalifornianos, entre otros; pero San Quintín no avanza y parece que se ha quedado congelada en el tiempo, en aquellos años del porfiriato, a principios del siglo pasado. 




Fuente: El Universal| Laura Sánchez