jueves, 3 de octubre de 2013

El mes de las reformas. Violencia sembrada. Amago a protestas. PAN: a las calles | 2 de octubre: ¿violencia fabricada?

Violencia desbordada al inicio del mes de las reformas. Una especie de advertencia sin capucha ante las otras protestas por venir. Mezcla de proporciones imprecisas: infiltrados y provocadores forzando la confrontación con los cuerpos de seguridad pública, jóvenes genuinamente hartos y desesperados que se suman a la violencia de desahogo, manifestantes pacíficos y experimentados que quedan en medio de la trifulca, una marcha histórica y simbólica que es desviada de su propósito original tanto por el secuestro del Zócalo capitalino (y la sordera del sistema ante la creciente protesta) como por el nuevo grado de confrontación pública aparecido ayer.

Los choques en el centro capitalino dan inmediato parque a favor de la mano dura en el conjunto mayoritario de medios de comunicación proclives al dictado oficial. El ambiente ha sido envenenado contra la disidencia y la movilización, y los sucesos de este 2 de octubre son inmediatamente convertidos en una presunta confirmación extrema de que las autoridades deben ya aplicar toda su capacidad represiva en el control de estos procesos aparentemente espontáneos. La exacerbación de ánimos llega a un punto culminante justamente en el tramo de calendario que corresponderá a la aprobación pactada de las reformas peñistas en materia electoral, energética y fiscal.

Los causantes de las confrontaciones son genéricamente identificados como anarquistas y forman un ente impreciso, con características globales y sin liderazgos plenamente identificados. A juicio de muchos de los participantes en manifestaciones públicas, en esas filas de embozados y encapuchados suele encajar el sistema a sus piezas de información y manipulación. A pesar de que el 1º de diciembre del año pasado, el día de la toma de posesión de Enrique Peña Nieto, ya tuvieron una aparición notable, hasta ahora siguen siendo una especie de enigma tolerado, una peculiar reserva de violencia programable.

Sin proyecto político de fondo ni reivindicaciones inmediatas, esos grupos conceden la escenografía caótica a las voces puntualmente demandantes de orden al costo que sea. Instaurando el vandalismo como emblema, agrediendo con impunidad a las fuerzas policiacas sometidas a la tajante orden de resistir los embates sin contestar (hasta que en ciertos momentos los mandos permiten ciertas detenciones que regularmente recaen en personas sin vinculación con esa violencia desmedida), esos grupos fácilmente infiltrables terminan haciendo daño a los procesos graduales de lucha política, como el de los profesores de la CNTE (que han trazado un riguroso deslinde de esos grupos y métodos) y con más razón a quienes aún sostienen la línea de la protesta invariablemente pacífica.

Pero lo sucedido ayer en céntricas calles capitalinas (prefigurado en anteriores manifestaciones) debe verse en un plano de mayor amplitud. Destapar el fantasma de la violencia política es uno de los ingredientes del enturbiamiento nacional que proviene de laboratorios oficiales. Basta ver los trucos de mala factura con los que se ha mantenido bajo secuestro la plaza emblemática de la protesta nacional, el Zócalo capitalino. Arrebatado bajo amago militar antes del Grito de Independencia, ahora se utiliza como centro de recepción de donaciones para damnificados, totalmente sustraido a la dinámica habitual de uso y disfrute públicos que han caracterizado a esa plaza de centralidad política e histórica.

Sin pausa han sido confiscados en meses recientes, desde la campaña presidencial de Peña Nieto y en el curso de su ejercicio de poder, diversos elementos constitutivos del armado cívico básico. Ayer mismo, a la salida del Metro Tlatelolco, policías capitalinos registraban mochilas de jóvenes sin más argumento que su uniforme y solicitaban identificaciones, convirtiendo las inmediaciones de la Plaza de las Tres Culturas en una muestra más de retroceso. Y en general se ha dado banderazo de salida a segmentos policiacos sin uniforme que amenazan, hostigan y desbordan.

La protesta cívica es colocada así en una disyuntiva incómoda. Este mes, en el que Peña Nieto desea que sean aprobadas sus principales reformas legislativas, será también el de la campaña mediática contra los excesos de las manifestaciones de protesta. El turno inmediato es el de la congregación masiva convocada por Andrés Manuel López Obrador y Morena. Hasta ahora, ese movimiento ha tenido a orgullo el hecho de que no se hubiera roto ni un vidrio durante sus actos públicos. Pero el tamaño del golpe peñista en camino, tanto en materia de energéticos como de impuestos, hace palidecer las estrategias recatadas y podría llevar a la toma de ciertas medidas de resistencia civil pacífica, justamente en medio del linchamiento mediático mayoritario a actos de violencia como el de ayer.

La crispación política ha producido incluso escenarios tan extraños como el llamado de Acción Nacional a un activismo que lleve a manifestaciones en las calles contra la reforma fiscal peñista. En la Cámara de Diputados y a nombre de su bancada, Fernando Rodríguez Doval pronunció palabras cuidadamente cercanas a lo desobediente: Es el momento de que los no violentos salgamos a las calles de forma ordenada y pacífica para expresar nuestra inconformidad. No importa en qué localidad nos encontremos, estamos obligados a levantar la voz cuando las cosas se están haciendo mal. Los panistas enarbolan la bandera de la defensa de la clase media, particularmente en cuanto a la pretensión de cobro de IVA en colegiaturas (que goza de generalizada desaprobación, pareciendo más un engaño sembrado para luego corregir y demostrar que se escucha a la población) y, sobre todo, de esa imposición fiscal en operaciones inmobiliarias.

Y, mientras Miguel Ángel Mancera sigue cumpliendo fatigosamente con su parte en el trato que al final reportará a la ciudad de México una amarga reforma política, ¡hasta mañana!

2 de octubre: ¿violencia fabricada?

Ayer, a 45 años del crimen de Estado cometido en la Plaza de las Tres Culturas de esta capital contra estudiantes, jóvenes y ciudadanos inermes, se llevó a cabo una marcha multitudinaria y pacífica para recordar aquellos agravios y los presentes. Concurrieron los dirigentes históricos del movimiento estudiantil de 1968, contingentes de estudiantes contemporáneos, maestros en lucha contra la llamada reforma educativa y otros sectores ciudadanos progresistas. Fue, en general, una manifestación pacífica y ordenada en un entorno urbano injustificablemente cercado y sitiado.

Sin embargo, el accionar de pequeños grupos violentos derivó en actos vandálicos, confrontaciones con elementos policiales, decenas de lesionados en ambos bandos y, sobre todo, en un desplazamiento de la manifestación central en la mira de la opinión pública, hecho al que contribuyó el gran despliegue mediático de los zipizapes y la escasa cobertura brindada a la culminación de la marcha y al mitin que tuvo lugar, finalmente, en la glorieta del Ángel de la Independencia.

El inusitado y excesivo despliegue policial, por un lado, y la presencia de grupos resueltos a provocar violencia y de policías vestidos de civil se repitió una vez más, como ocurrió el 1º de diciembre de 2012 y el 13 de septiembre pasado. Otra similitud con esas fechas fue la detención y el severo maltrato de personas ajenas a los hechos de violencia.

Este patrón de hechos hace pensar que existe el designio de criminalizar la protesta social pacífica, asociarla en el ámbito de los medios con la barbarie y la violencia irracional y crear en la opinión pública corrientes de juicio propicias para una política represiva en gran escala. Ante la pregunta inevitable sobre el origen de semejante determinación, peligrosa, provocadora y autoritaria si las hay, la respuesta ineludible, de acuerdo con los elementos de juicio disponibles, es que parece provenir de uno o varios estamentos del poder público. Así lo indican la introducción de grupos de choque de las corporaciones policiales en las protestas del 1º de diciembre y del 13 de septiembre, la tolerancia de las autoridades ante actos de destrucción de propiedad pública y privada y, posteriormente, el atropello y el exceso contra ciudadanos –jóvenes, en su gran mayoría– que se conducían en forma documentadamente pacífica.

Tales tácticas evocan, quiérase o no, el uso criminal por el poder público de grupos irregulares de provocación, choque y represión, como el Batallón Olimpia en 1968, los halcones en 1971 o los grupos porriles que actuaron –y siguen haciéndolo– en contra de diversas instituciones universitarias.

Una de las principales diferencias entre aquellos tiempos y los actuales es que la organización ciudadana, las redes sociales y la disponibilidad generalizada de instrumentos de tecnologías de la información han hecho posible, ahora, documentar de manera fehaciente el accionar de esos mecanismos de provocación de violencia y represión. En tal circunstancia, las autoridades –locales y federales– tienen ante sí el deber de indagar esos usos inaceptables e ilegítimos de la fuerza del Estado, deslindarse de los mandos que han recurrido a ellos y sancionarlos conforme a derecho.

Esta violencia que parece programada y fabricada para las cámaras, en primer lugar, y en segundo para los ojos de una ciudadanía pacífica pero descontenta, a la que se buscaría dar un escarmiento, no puede tener cabida en el México contemporáneo. Por el contrario, resulta uno de los remanentes del Estado autoritario que hace 45 años perpetró la masacre de Tlatelolco. Así fuera por esa sola razón, hoy mantiene toda su vigencia la consigna: no se olvida.




Fuente: La Jornada