Los diputados aprobaron la iniciativa de decreto que reforma la Ley General de Salud que, con exclusivas disposiciones legales y penales de corte punitivo, eludió con su debate parlamentario las severas fallas estructurales del diseño del Seguro Popular.
Ellas ejecutan un programa federalista en extremo centralizador (que explica los endémicos episodios de corrupción que acompañan su operación consuetudinaria); la implantación de un catálogo de beneficios que, por esencial, no se ajusta a lo que enferma y mata a los asegurados; que se impone de manera indiscriminada sin considerar el perfil local de daños de las diferentes patologías estatales, al tiempo que inhibe la libertad diagnóstica propia del juicio médico-clínico al sólo restringirla a las intervenciones que contempla el catálogo esencial. El diseño del seguro y esa paquetería esencial tecnocráticamente racionada es el problema y no su operación, que deriva justo de ese diseño fallido.
Por la naturaleza del diseño extraordinariamente centralista, el programa no mejoró el panorama sanitario. La operación programática crecientemente comprometida no se resolverá sin ajustes profundos y de fondo al modelo federalista no funcional en curso. Se trata de un serio problema que deberá enfrentarse, tarde que temprano, y que la aprobada iniciativa de Enrique Peña Nieto sólo agravará sin mejorar la salud de los mexicanos.
Ya en 2012, con el pretexto de imponer nuevas obligaciones en materia de transparencia a estados y municipios, la nueva ley general de contabilidad gubernamental reforzaba la naturaleza disfuncional de ese federalismo y operaba como el garrote de la tecnocracia hacendaria frente al desafío que ya anticipan las tres arenas de conflicto entre la Federación y los gobernadores: la disputa por los recursos, los programas y la definición de las políticas públicas.
Como sucede con la iniciativa de Peña, muy poco se debatió entonces que esa nueva ley –violentando la división de poderes y desplazando a la Auditoría Superior de la Federación– solidificaba la tiranía hacendaria al concentrar y centralizar, ahora, el ejercicio del gasto público en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, siendo que –en rigor– se trata de funciones establecidas para el Congreso de la Unión y las legislaturas locales (artículos 79 y 134 constitucionales).
Son los estados los que animan la Federación. No a la inversa. El reto es preservar la coordinación federal sin aplastar la soberanía estatal. El federalismo centralista del Seguro Popular –diseñado por Julio Frenk y Francisco Gil Díaz– no respeta el principio madre de todo federalismo: un contrato voluntario entre iguales. Pisotea la soberanía sanitaria de los estados y les impone, desde el centro, un cuadro racionado de morbi-mortalidad vía el paquete Catálogo universal de servicios esenciales (Causes).
Cuando, como bien aprecia Pablo Beramendi, en un verdadero federalismo se trata de garantizar gobiernos eficientes, evitando que éstos crezcan injustificadamente. Además de la pesada burocracia del Seguro Popular, a las 32 secretarías estatales de Salud hay que sumar ¡32 oficinas burocráticas más denominadas Régimen Estatal de Protección Social en Salud! El federalismo del Seguro Popular impide gestionar descentralizadamente las necesidades propias a cada nivel territorial, coordinando esfuerzos entre partes soberanas.
En el largo plazo las ventajas del federalismo se palpan en que su claro diseño, justo en lo político y lo económico, se traduce en un compromiso permanente del nivel federal hacia un colectivo de entidades que se benefician por esa misma lógica federal y que rebasa sus soberanías particulares.
La fatal operación –desde el principio– del Seguro Popular muestra lo contrario: su fallido diseño devasta la producción de servicios. Políticamente no hay autonomía de las entidades, pues no participan en la formación de la voluntad del conjunto de la federación. Económicamente, la distribución de los costos y beneficios no es equilibrada. El mecanismo con que la Federación debería redistribuir los recursos no llega a las entidades que más lo necesitan desde las más productivas.
El federalismo del Seguro Popular acusa las desigualdades entre las entidades del cuadro federal e incentiva que el conflicto sea cada vez más intenso. Este marco no cambiará con la aprobada iniciativa de Peña. El paisaje se agravará en cuanto los gobernadores presionen para garantizar sus recursos y debatan la orientación de las políticas públicas del gobierno central.
El gran pendiente de ese federalismo disfuncional es cuánto tardará la maduración en la gobernanza como para que las competencias de la Federación alcancen la debida precisión constitucional, reservando a la soberanía de los estados todas las restantes. Entre ellas, señaladamente, la de orientar su propia política de salud y seguridad social ajustada a sus perfiles demográficos y de morbi-mortalidad.
En ausencia de esta voluntad política seguirá imperando la tiranía fiscal hacendaria –ahora fortalecida con la ley general de contabilidad gubernamental y la aprobada iniciativa de Peña–, así como el racionamiento tecnocrático de las prestaciones sanitarias que impone el Seguro Popular y sus programas afines: las 13 intervenciones del componente de salud de Progresa-Oportunidades; las 285 intervenciones del Causes, las 58 del Fondo de Protección contra Gastos Catastróficos y las 131 del Seguro Médico Siglo XXI.
Se profundiza la federalización o se regresa a un esquema centralista, advirtió Juan Ramón de la Fuente ( El Universal, 13/10/13). El patente fracaso descentralizador de Zedillo, Fox y Calderón no culmina con el debido balance sobre un anhelo que Peña Nieto sólo pudo transformar en garrote centralista.
*Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco
Fuente: La Jornada| Gustavo Leal F.*