Enrique Peña Nieto ha cumplido su primer semestre de gobierno sin despeinarse el copete que muchos auguraban maltrecho a las primeras de cambio. Ha impuesto una agenda reformista que tuvo su primera prueba a la hora de encarcelar a una lideresa sindical cuyas garras acabaron siendo de papel, siguió con un nuevo diseño de reparto de pastel en materia de telecomunicaciones que no se le ha desbordado y se alista a intentar las suertes más riesgosas, las relacionadas con lo fiscal y, sobre todo, con lo energético.
Su llave maestra ha sido el Pacto por México, un mecanismo de concertación entre los dirigentes de los tres principales partidos del país mediante el cual el propio EPN ha podido impulsar sus proyectos de segundo salinismo sin que las raspaduras le alcancen directamente; un pacto utilizado para que ahonde las divisiones internas en el PAN y el PRD, supla el jaloneo en las cámaras por los arreglos en las cúpulas partidistas y reduzca corporativamente los márgenes de la oposición política (al darle viabilidad solamente a la que se expresa en los entretelones palaciegos, condenando a la marginalidad toda disidencia no pactista).
Sin embargo, el efectista éxito político de Peña Nieto y su grupo no corresponde con el del país. En este primer semestre la administración priísta no ha hecho absolutamente nada que signifique cambios sustanciales en el esquema de injusticia, pobreza, impunidad, violaciones a los derechos humanos y corrupción que caracterizó al primer priísmo, el septuagenario, y a la docena trágica del panismo de la alternancia partidista. No se ha producido el crecimiento económico esperado, los amagos especulativos del gran capital siguen generando zozobra, la cruzada contra el hambre es solamente una variante del clientelismo electoral, el nivel de la violencia pública continúa igual o es peor que durante el calderonismo, la estrategia contra la delincuencia organizada parece errática y no está dando resultados positivos, la resistencia a la reforma laboral en materia educativa ha sido mayor a la esperada por ese gobierno federal y ha hecho recular más de una vez los ánimos represivos de tres colores, los grupos civiles de autodefensa se han multiplicado y ni siquiera el Ejército ha podido desarmar a ciertas comunidades (sobre todo en Michoacán) y el piso político no se siente firme, a pesar de la reinstalación de mecanismos clásicos de control mediático, de la nueva narrativa en materia de criminalidad organizada y del oficio de algunos dinosaurios de museo que asesoran al equipo en el poder, mayoritariamente integrado por oriundos del estado de México y de Hidalgo.
Las apariencias triunfales del peñismo son proporcionales al decaimiento de sus opositores. Andrés Manuel López Obrador sigue regalándole tiempo precioso, concentrado como está en el armado de un aparato partidista propio que aspirará a tener eficacia en 2015, aunque dispuesto a hacer un pronto intento de reconstitución como dirigente social con la bandera de la defensa del petróleo. Felipe Calderón y su banda están dedicados a tratar de recuperar la presidencia, pero del PAN, y Josefina Vázquez Mota es un fantasma en busca de reacomodar en algún estante político su sonrisa tatuada.
En ese esquema de abatimiento de la oposición destaca el caso del gobierno de la ciudad de México, acaso el último reducto de poder con capacidad para resistir al peñismo. Miguel Ángel Mancera fue designado candidato por un acuerdo entre dos personas, Marcelo Ebrard y AMLO, dejando al primero el control político de la capital del país a cambio de que cediera la candidatura presidencial al segundo.
A unos días de cumplir también su primer semestre en el Gobierno del DF, el saldo para Mancera es negativo, cargado con gran rapidez y desdoro hacia el peñismo. Aún no ofrece una explicación socialmente satisfactoria de lo que sucedió el 1º de diciembre del año pasado, cuando todavía Marcelo Ebrard era jefe de Gobierno y se produjeron abusos policiales contra jóvenes y ciudadanos luego liberados sin cargo alguno. Esa vocación represiva se volvió a manifestar este sábado, cuando grupos de jóvenes que pretendían trasladarse en Metro a Los Pinos para protestar contra el ocupante de esa residencia, en el contexto de las acciones convocadas por Internet y denominadas #OpDesobediencia, fueron infiltrados por provocadores y luego agredidos.
Un ejemplo de ese desleimiento político, que desalienta a la izquierda y abre camino al PRI, se ha visto en el tratamiento del caso de la desaparición de cuando menos 11 jóvenes tepiteños. Enredos, zigzagueos y una increíble ineficacia a más de una semana de los hechos. Eso sí, Mancera se alistaba para ir este sábado a Baja California a apoyar a los candidatos de la alianza PAN-PRD a diversos cargos de elección popular (viaje que con buen criterio prefirió suspender) y estar el lunes en San Diego en una conferencia sobre medio ambiente.
Y, a propósito de infiltrados, la revista Contralínea publicó el organigrama del Cisen en el que Manuel Cossío Ramos aparece como director de información de fuentes abiertas (área dedicada al espionaje y la provocación en movimientos sociales), con un sueldo de 171 mil pesos (nota de Jorge Torres, http://bit.ly/14mjb69). El ahora funcionario se acercó en los primeros días al movimiento #YoSoy132, se apropió de esa dirección electrónica (que ahora está a la venta en http://bit.ly/17OUarv) y a partir de una conversación grabada con Saúl Alvídrez organizó una denuncia de que AMLO y otros personajes de izquierda financiaban y utilizaban a ese movimiento.
Y, mientras avanza desde Aeroméxico la precarización laboral, obligando a los trabajadores a aceptar negociaciones contractuales lesivas, bajo la amenaza de cierre de la empresa, y a permitir que nuevos empleados tengan menores prestaciones, ¡hasta mañana, con Nuevo León inaugurando sanciones penales a quienes por cualquier medio electrónico causen “deshonra, descrédito, perjuicio o (…) desprecio de alguien”!
Fuente: La Jornada | Julio Hernández López