Mal se gestó la administración que terminó ayer: desde el poder presidencial Vicente Fox intervino en forma indebida en el proceso electoral de 2006 para garantizar la continuidad de Acción Nacional e impedir la alternancia. A ese designio se sumaron poderes corporativos privados que hicieron, de manera abierta, campaña por Felipe Calderón, y a ello se agregó la falta de pulcritud en el de-sempeño del Instituto Federal Electoral (IFE) y del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), los cuales, ante el margen mínimo de ventaja que los resultados oficiales daban al candidato gubernamental sobre su más cercano competidor, se negaron a realizar un recuento de los sufragios, una tarea que resultaba indispensable para despejar dudas, otorgar legitimidad al ganador de la elección y ahorrarle al país la fractura política que persiste hasta la fecha.
Era improbable, pero no imposible, que un gobierno constituido sobre tales fundamentos pudiera estar a la altura de las necesidades del país. Se habría requerido, en todo caso, de voluntad política para escuchar las críticas a los remanentes antidemocráticos, a la línea económica y al creciente autoritarismo del régimen. Felipe Calderón no la tuvo. Por el contrario, encabezó una administración formada por un pequeño grupo de incondicionales, actuó sin tomar en cuenta a críticos y opositores y desde las primeras semanas de su gobierno embarcó al país en un conflicto armado que habría de costar –como se lo advirtieron desde un inicio muchas voces de diversas orientaciones– miles de vidas, el debilitamiento de las instituciones y violaciones masivas a los derechos humanos de la población. Sin embargo, en el contexto de su cruzada contra la delincuencia organizada, la administración calderonista sacrificó la soberanía nacional, gastó cantidades ingentes de dinero en aparatos de seguridad espectaculares pero ineficaces y generó una multiplicación de la violencia delictiva y del poderío de los criminales. Buena parte de los asesinados eran ciudadanos no involucrados en la delincuencia, y no pocos de ellos eran luchadores sociales, activistas de derechos humanos e informadores.
El Ejecutivo federal encabezado por Calderón fue señalado en repetidas ocasiones por utilizar la procuración de justicia de manera facciosa para golpear a adversarios políticos, como ocurrió con el michoacanazo y las torvas filtraciones oficiales sobre pesquisas en torno a ex gobernadores priístas. Por lo demás, de los miles de capturas de presuntos delincuentes anunciadas por la autoridad, sólo un ínfimo porcentaje desembocó en sentencias condenatorias y la administración llegó a su fin en medio de una abierta confrontación entre la Procuraduría General de la República (PGR) y la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) y con ambas instituciones en profunda crisis.
En el ámbito administrativo, condicionado y acotado por las alianzas que hubo de realizar para ocupar la Presidencia a cualquier precio, Calderón convivió con una corrupción siempre al alza, manejó las finanzas con discrecionalidad, opacidad y derroche; toleró o propició negocios tan escandalosos como el realizado por Repsol con la venta de gas natural extranjero a la Comisión Federal de Electricidad (CFE), en el que la corporación extranjera obtuvo un margen de ganancias de 16 mil millones de dólares a costillas del erario nacional. Una obra emblemática del sexenio que hoy termina es la Estela de Luz, supuestamente erigida para conmemorar el bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución, inaugurada con un retraso de más de un año y a un costo tres o cuatro veces superior al originalmente presupuestado.
Por lo que hace a la economía, los saldos del calderonismo son simétricamente inversos a las promesas de campaña del candidato Felipe Calderón: estancamiento en vez de crecimiento; desempleo –abierto o disfrazado– en lugar de creación de fuentes de trabajo; alzas de impuestos y tarifas en vez de beneficios a los causantes; continuación del proceso de concentración de la riqueza en unas cuantas manos e indolencia ante la proliferación de la pobreza y la miseria. En el terreno laboral, Calderón desarrolló una política de abierta hostilidad contra los sindicatos independientes –el de mineros y metalúrgicos y el Mexicano de Electricistas, principalmente– y coronó su sexenio antiobrero con el envío al Legislativo de una iniciativa de reforma laboral que cercenó derechos, extendió la indefensión de los asalariados y preservó la opacidad y la falta de democracia en las cúpulas sindicales leales al régimen.
En otros ámbitos los logros gubernamentales de los últimos seis años constituyen una fabricación numérica: el crecimiento de los afiliados al sistema público de salud no se traduce en mayor ni mejor cobertura, el seguro popular –retomado del sexenio foxista– constituye una negación del derecho a la salud, por cuanto es de paga y con un catálogo de enfermedades muy limitado; se ha permitido un grave deterioro en la calidad de la enseñanza que imparte el Estado, como lo muestran las evaluaciones nacionales e internacionales y se ha alentado el crecimiento de empresas privadas de enseñanza de dudosa calidad.
En estos seis años la soberanía nacional ha experimentado una merma sostenida en diversos terrenos: por una parte se ha hecho entrega excesiva y lesiva de territorio y recursos naturales a corporaciones trasnacionales (particularmente en la minería y en la generación de energía) y el Ejecutivo federal intentó abrir la industria petrolera a la participación de empresas extranjeras. Por el otro, se ha permitido la operación, en territorio nacional, de agentes de dependencias policiales y de espionaje estadunidenses, se ha supeditado a dependencias de seguridad a la fiscalización y coordinación de Washington y se ha permitido que aeronaves militares no tripuladas procedentes de la potencia vecina patrullen de manera regular en el espacio aéreo nacional.
Por lo demás, el sexenio calderonista estuvo marcado por el traslado sistemático de bienes, atribuciones y potestades de lo público a lo privado: concesiones, ventas y subrogaciones han sido la norma, desde autopistas y aeropuertos hasta guarderías. El periodo de gobierno que terminó ayer no sólo será recordado por la extrema violencia, sino también por el desmantelamiento de Luz y Fuerza del Centro (LFC) y por el incendio de la guardería ABC, ocurrido en un contexto de contratos dudosos, omisiones de la normativa de seguridad y, sobre todo, impunidad.
Tal es, en apretado balance, el resultado de un gobierno que empezó mal, no quiso rectificar y al término de su gestión no entregó cuentas claras y reales del desastre que dejó a su paso sino autoelogios y descripciones triunfalistas de una nación imaginaria.
Fuente: La Jornada