Con el recuerdo fresco de la fallida aventura empresarial de Petróleos Mexicanos (Pemex) en Repsol en 2011 –que implicó la adquisición de paquetes accionarios de la compañía española y el alineamiento de la paraestatal con uno de los bandos corporativos que por entonces se disputaban el control de ésta–, la dirigencia de ese consorcio energético trasnacional, encabezado por Antonio Brufau, manifestó en días recientes la voluntad de retomar las relaciones anteriores a dicho episodio con la administración federal entrante.
En la lógica de los intereses de las energéticas trasnacionales por participar en el negocio de exploración, explotación y producción de crudo en territorio nacional –tareas que la legislación confiere exclusivamente a Pemex–, no resulta extraño el borrón y cuenta nueva expresado por la directiva de Repsol, sobre todo en un momento en que la riqueza petrolera del país se ha visto acrecentada por el hallazgo reciente de yacimientos en el Golfo de México y en el que esa compañía se encuentra en búsqueda de oportunidades de negocio que le ayuden a subsanar pérdidas ocasionadas por la nacionalización de YPF decretada por el gobierno argentino a principios de año.
Lo verdaderamente preocupante, en todo caso, es la postura de la administración federal saliente ante el inocultable interés de los capitales trasnacionales –particularmente de Repsol– por desmantelar Pemex, y la previsible continuidad del gobierno entrante en ese rumbo entreguista y depredador. Baste recordar que el actual gobierno federal mexicano se ha caracterizado por un trato extremadamente obsecuente frente a la compañía ibérica, caracterizado por el otorgamiento de múltiples concesiones para la explotación petrolera, en contravención de los términos del artículo 27 constitucional; por el involucramiento de la Comisión Federal de Electricidad en adquisiciones masivas de energía producida por esa y otras corporaciones extranjeras, en detrimento de los consumidores, y por el referido incremento –de casi 100 por ciento– en la participación accionaria de Pemex en Repsol, el cual tuvo visos de ser una suerte de rescate de la empresa. Con esta última maniobra, por añadidura, la administración calderonista fortaleció los vínculos de dependencia entre ambas compañías –las cuales son, en principio, competidoras en el mercado internacional de hidrocarburos– y condicionó las decisiones de la paraestatal a uno de los bloques empresariales en el interior de Repsol.
Los planes de la petrolera internacional de consolidar y profundizar esa posición de privilegio en el nuevo sexenio tienen perspectivas halagüeñas, a juzgar por el anuncio del equipo de Enrique Peña Nieto de que el año entrante se buscará concretar una reforma energética que permita la participación de capital privado en la industria nacional de los hidrocarburos, y ante los ofrecimientos de ayuda formulados por el mexiquense a las trasnacionales de España, como Repsol, en el contexto de su reciente viaje a ese país.
Es necesario, pues, que la sociedad se mantenga alerta frente a lo que se presenta, desde ahora, como un nuevo intento por hacer avanzar –en favor de Repsol y de otras compañías– el designio privatizador de la industria petrolera que fue ampliamente rechazado hace cuatro años, y que representa un riesgo considerable para el país en términos sociales y económicos.
Fuente: La Jornada