viernes, 14 de septiembre de 2012

#Nadaquecelebrar


Habrá claro, estos días, muchos de esos que, como dice Roque Dalton, “cantan borrachos el himno nacional”. Patrioteros envalentonados que, en este “último Grito” de Felipe Calderón Hinojosa, lo alabarán por valiente y dirán que es el único “presidente con huevos”, al tiempo que retan a golpes o acusan de narcos a los que criticamos su gestión y sobre todo su guerra.

Otros habrá que vayan a la verbena y se sientan, aunque solo son comparsas de la fiesta, protagonistas de la historia. Esos responderán, “henchidos de emoción”, como dicen los locutores de tv, los vivas a la patria y a sus héroes lanzados desde el balcón central de Palacio Nacional.

Habrá también, me imagino y ojalá sean legión, quienes en la plancha del Zócalo y otras plazas de la República conviertan la fiesta en protesta y traten de hacer llegar al país y al mundo el grito, la exigencia de democracia, paz y justicia de un pueblo ofendido e indignado.

Circulan en las redes sociales convocatorias para manifestarse durante las fiestas. Son los jóvenes, sobre todo, de quienes surgen estas iniciativas. Jóvenes que antes se hubieran sumado sin más al jolgorio y que, después del surgimiento del movimiento #YoSoy132, se han convertido en la esperanza de transformación de este país herido.

Difícil será, sin embargo, que estas protestas pasen el filtro de los censores oficiales y oficiosos de la radio y tv. Solo una versión de los hechos, piensan los poderosos, termina por imponerse; la que la tv da de los mismos.

Se equivocan quienes creen todavía en su omnipotencia desmovilizadora. Ciertamente el más grande crimen del régimen, más que el de la pobreza a la que ha condenado a millones, es la miseria espiritual y cultural que, en complicidad con la tv, ha generado.

Mientras millones permanecen aun hipnotizados hay otros muchos millones, sin embargo y eso también tenemos que agradecérselo a los jóvenes, que ya ven la vida más allá de la pantalla. Que han descubierto nuevos horizontes y utilizan otros medios para informarse y articular su acción. Ellos sabrán reconocer el aliento, el vigor de la protesta. Darle su justa dimensión. Reconocerla como la semilla del cambio que, los mismos de siempre, le niegan a este país.

La bandera que Calderón agitará esa noche está manchada: manchada por la sangre de otros. De 95 mil mexicanas y mexicanos. De esos a los que, por capricho de ese hombre que, a la mala se sentó en la silla, por la necesidad de legitimarse, por su megalomanía, tuvieron que matar y morir en esta guerra insensata y de antemano perdida.

Lo cierto, también, es que esa patria a la que Calderón lanzará vivas y esos héroes a los que rendirá homenaje han sido de nuevo traicionados. La primera porque se la ha convertido en botín de unos cuantos. Los héroes porque se utilizan sus nombres, se explota su imagen y se lanzan al basurero sus ideas, su legado.

Merece Felipe Calderón no solo una rechifla este sábado en el Zócalo. Tampoco es suficiente el juicio de la historia por severo que éste sea. Un general, que, con criminal ineficiencia conduce a su Ejército a una derrota y a su país a un baño de sangre debe enfrentar la corte marcial. Calderón no puede, no debe quedar impune.

Esos jefes, oficiales y soldados que el 16 desfilarán frente a él, deben saber que rinden honores a un hombre que no los merece. Primero porque ocupó la primera magistratura sin haberla ganado en las urnas y segundo porque embarcó a la institución armada en una guerra perdida.

La obediencia debida no será pretexto para esos altos jefes que secundaron a Calderón en su aventura. En la guerra solo los resultados cuentan y entregarán estos jefes ante la nación una interminable cadena de derrotas. Derrotas consecuencia de haber cedido a los caprichos de quien usurpó el cargo de comandante en jefe, de haber supeditado las operaciones militares a la propaganda y de haber emprendido las mismas sin una estrategia clara.

Con tres veces más droga en las calles, con más violencia en casi todo el país, con decenas de miles de jóvenes integrados o a punto de integrarse a los ejércitos de sicarios. Con la misma cantidad de droga cruzando al norte y más dinero y más armas cruzando al sur dejan estos jefes al país.

También por esto y en un primer desaire, de los muchos que vendrán, se ha negado Enrique Peña Nieto a compartir el balcón con Calderón. No quiso el de Atlacomulco arriesgarse al repudio popular. Tampoco a salir en la foto al lado de un hombre al que muy pronto —y solo para legitimarse— deberá perseguir.

Falta que se abra la caja de Pandora de los negocios sucios que, en torno de la guerra, se han realizado todos estos años. Falta que se descubra que la cruzada de Calderón fue tapadera para robos de todo tipo. Se olvidará entonces Peña de favores y pactos. “Perro no come perro”, dice el refrán, y más vale que Calderón y los suyos pongan sus barbas en remojo.

Nada hay que celebrar en esta patria herida. En esta que deja un hombre al que los poderes fácticos sentaron en la silla, en las manos de otro hombre, al que, los mismos poderes han impuesto. Nada que celebrar y si mucho por hacer para recuperar la dignidad, para darle sentido real al homenaje que debemos a la patria y a sus héroes.




Fuente: Milenio