Una veintena de pescadores que protestaban contra la construcción de un parque eólico en Juchitán, Oaxaca, fueron detenidos ayer, durante un desalojo en el que participaron elementos de la policía estatal y empleados de la compañía Mareña Renovables, encargada del proyecto. Escenarios similares se registraron el pasado jueves en ese mismo municipio, cuando unos 70 pescadores bloquearon los accesos a la construcción del parque eólico de San Dionisio; y el martes, en el municipio de Unión Hidalgo, donde elementos estatales y militares contuvieron una manifestación en contra de la inauguración de la central eoloeléctrica de Piedra Larga, encabezada por el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón.
Desde principios de la década pasada, cuando las autoridades empezaron a dar un impulso decidido al corredor eólico del Istmo de Tehuantepec –desarrollado principalmente por trasnacionales españolas–, comenzó a generarse una fuerte oposición entre los integrantes de las zonas afectadas –principalmente comunidades indígenas zapotecas e ikoots–, quienes han sido despojados de miles de hectáreas mediante contratos de arrendamiento desventajosos, sin que se haya respetado su derecho a una consulta previa, libre e informada, como demandan la leyes internacionales de protección a los pueblos originarios.
La indolencia e inacción de las autoridades ante estos despojos se agravan por su sistemático alineamiento a los intereses empresariales y su participación en los actos de hostilidad y persecución en contra de los opositores a los parques eólicos, como ocurrió en febrero pasado con la detención de la activista Bettina Cruz.
El telón de fondo de esta circunstancia es la promoción, desde las altas esferas del poder político y económico, de un negocio que resulta sumamente redituable para las trasnacionales encargadas de desarrollarlo –Iberdrola, Fenosa, Renovalia, Mareña Renovables, entre otras– y cuya defensa ante la opinión pública ha incorporado numerosas verdades a medias y abiertas mentiras: por un lado, los promotores de las plantas eoloeléctricas han insistido en que éstas se asientan en tierras improductivas, a pesar de que en muchos de los ejidos arrendados se desarrollaban actividades agrícolas y ganaderas diversas hasta antes de la llegada de los molinos de viento. A ello debe sumarse la afirmación de que los parques eólicos constituyen una importante fuente de empleo y desarrollo en la región, cuando es claro que el primero de esos beneficios, en el mejor de los casos, se limita a la etapa de construcción de las instalaciones –el número de empleos permanentes una vez que éstas entran en operación no supera las dos decenas por parque–, y que los propietarios de las superficies arrendadas reciben en promedio sólo un 0.2 por ciento de las ganancias derivadas de la generación de energía eólica.
Por lo que hace a los beneficios ambientales de la energía eólica frente a otros tipos de combustibles fósiles –algo que resulta en principio incuestionable–, éstos deben matizarse a la luz de las denuncias de los habitantes de las regiones afectadas de que las instalaciones generan contaminación sonora, derramamientos de aceite en las lagunas y bajas considerables en las poblaciones de aves que utilizan el Istmo como lugar de tránsito.
Ningún proyecto de generación de energías limpias y alternativas podrá ser defendible en la medida en que se imponga por sobre los derechos de la colectividad y en beneficio de los intereses de unos cuantos. En lo inmediato, es necesario que los gobiernos estatal y municipales depongan sus intentos de criminalizar la protesta social y, con ello, justificar el hostigamiento y la represión contra los opositores a los parques eólicos; deben asumir, en cambio, su responsabilidad de promover el diálogo con las partes afectadas, de lo contrario estarán gestando escenarios de discordia y de crispación social multiplicada.
Fuente: La Jornada