jueves, 20 de septiembre de 2012

FCH, el responsable. Guerra personalísima. Adelanto de juicio histórico. General Naranjo, al Tec

En un lapso de cinco días, Felipe Calderón ha sido acusado en público de asesino. El sábado recién pasado, en la Plaza de la Constitución donde daría el Grito de Independencia, fue señalado en esos términos por un amplio grupo de jóvenes pertenecientes al movimiento 132. Y ayer, en el contexto de la inauguración de una semana dedicada a asuntos de transparencia, tres jóvenes (según la nota publicada en Internet por los reporteros de La Jornada, Elizabeth Velasco y José Antonio Román) repitieron la pesada imputación.

Ese tratamiento crudo parece un exceso a un segmento de la sociedad que estima que no se deben cargar a la cuenta personal de Calderón los muy abundantes hechos de sangre que han marcado su gestión y que han provocado contundente reprobación mundial. No ha sido él, suelen alegar los defensores de FC, quien ordenó las matanzas; tampoco hay prueba alguna de que hubiese una política gubernamental explícitamente dirigida a generar masacres o exterminios sistemáticos.

Las acusaciones aún sin sustento judicial de los jóvenes que culpan a Calderón del baño de sangre que ha recibido el país, como la defensa simplemente formalista de quienes piden pruebas de que el presunto responsable hubiera dado órdenes homicidas, tendrían un cauce justo, aceptable, civilizado y moderno si los llegados al Poder Ejecutivo Federal fuesen susceptibles de ser juzgados en el cumplimiento de sus responsabilidades como auténticos servidores públicos, obligados a entregar buenas cuentas de los recursos y facultades recibidas, y no estuviesen exageradamente protegidos por una legalidad permisiva de abusos y excesos no solamente en cuestiones patrimoniales sino incluso en la toma de decisiones tan trascendentes que acabasen produciendo ni más ni menos que decenas de miles de muertes, una inseguridad pública extrema en la que los cárteles asumen funciones de Estado sustituto, y un virtual abatimiento de los derechos humanos, las garantías constitucionales e incluso las aspiraciones procesales básicas, pues el exceso de delitos cometidos ha llevado al abandono inmediato de las averiguaciones previas y a una suerte de sentencia condenatoria al vapor cuando se tacha a los involucrados de formar parte del crimen organizado.

Dado que el sistema político mexicano ha creado un estado de excepcionalidad jurídica para garantizar impunidad al presidente de la República salvo en casos extremos, como la traición a la patria, no es posible llegar ni siquiera a una verdad legal en el aparato mexicano (aunque está pendiente la solicitud de juicio ante la Corte Penal Internacional). Y entonces entran en operación otro tipo de criterios. Uno de ellos, el más elemental, hace entender que necesariamente ha de ser responsable de los resultados de un gobierno aquel que está en la cúspide y que recibe un sinnúmero de privilegios y bonos para que ejerza con prudencia y eficacia los haberes colectivos que recibió para su administración.

Pero en términos políticos y cívicos también es posible demostrar que la carga de lo sucedido en estos años de horror corresponde directamente al ciudadano Felipe Calderón Hinojosa. Un primer dato proviene del hecho tajante de que la detonación de la guerra contra el narcotráfico fue una decisión personalísima del citado ciudadano Calderón (ccC), quien nunca planteó como oferta de campaña o intención de su eventual gobierno el desatar acciones bélicas contra un presunto monstruo delictivo del que no habló en su lapso de proselitismo ni en el periodo de presidente electo. En realidad, el ccC soltó el primer golpe hasta hacerse del poder, en diciembre de 2006, previo diseño de guerra que acordaron altos enviados de Estados Unidos con quienes serían procurador de justicia y secretario de seguridad pública de esa administración felipista.

Podría argüirse que el tamaño del reto obligaba a prudencia y sigilo para no alertar al peligroso enemigo bien atrincherado. Pero tampoco buscó Calderón alguna fórmula de consenso cuando ya había abierto su juego macabro. No hubo una política de Estado (aprobada por los partidos políticos, las cámaras legislativas, y otro tipo de instituciones que así dieran legitimidad al proyecto bélico en curso), sino una decisión de gobierno, específicamente del citado ciudadano Calderón. Decisión y responsabilidades tan de él que, a pesar de las múltiples e intensas pretensiones sociales en busca de un cambio de rumbo, sostuvo la ruta trazada, haciéndose acompañar de discursos y gestos retadores, de autoglorificación y de una peculiar valentía montada detrás del espectacular blindaje militar cotidiano.

Por último ha de decirse que si la historia la escriben los vencedores, el ccC tampoco puede albergar expectativas sensatas de exculpación. Instaló la muerte en el país, abrió el camino para que la delincuencia organizada tomara control de ciudades y regiones, consumió inmensas cantidades de dinero público en el combate al narcotráfico y no a la pobreza y la ignorancia, pero no logró casi nada: los rubros sustanciales del negocio de las drogas continúan boyantes, el mercado estadunidense de consumidores está bien abastecido, los cárteles mexicanos se han expandido por el mundo con insólito espíritu conquistador y la firma dominante, la protegida, cuyo jefe fue liberado durante el foxismo y con Calderón fue ayudado a exterminar competidores, sigue intocada. Puede concluirse, pues, que el ccC es responsable directo de lo que ha sucedido en México, y que los gritos de hoy no son sino un adelanto de un juicio histórico bien fundamentado.

Y, mientras el Tec de Monterrey ha designado como presidente de su Instituto Latinoamericano de Ciudadanía (ILC) al general colombiano Óscar Naranjo, quien además es asesor de Enrique Peña Nieto en asuntos de combate al narcotráfico, aunque eso no es mencionado en la nota oficial correspondiente (bit.ly/OdjIpx), como tampoco los antecedentes negativos del interventor extranjero, citados por Carlos Fazio en bit.ly/MHGtNO, ¡hasta mañana!




Fuente: La Jornada