Una de las imágenes de lo ocurrido en una bodega del municipio mexiquense de Tlatlaya. Foto Agencia MVT
Arcelia. Cuando una testigo se negó a firmar una declaración falsa de que los 22 presuntos miembros de un grupo del narcotráfico habían muerto en un enfrentamiento con el Ejército mexicano, funcionarios estatales comenzaron a patearle las costillas, ella dice. Le pusieron una bolsa sobre la cabeza, la metieron en un excusado y la golpearon tan fuerte que seis meses después aún tiene problemas para ver y oír.
“Conforme me iban pegando.... decían que ellos hacían que hasta los mudos hablaran”, dijo la mujer a The Associated Press, una de las tres sobrevivientes de las ejecuciones extrajudiciales realizadas por militares mexicanos el 30 de junio en una bodega de Tlatlaya, estado de México.
En su primera entrevista desde que estuvo cinco meses en prisión acusada falsamente de posesión ilegal de armas, la testigo dijo que el encubrimiento de las ejecuciones extrajudiciales no se limita a los siete soldados que están ahora bajo proceso sino que incluye a más militares, funcionarios estatales y federales que la presionaron para que avalara una versión según la cual las muertes fueron resultado de un enfrentamiento y no de lo que fue: una ejecución extrajudicial.
Documentos judiciales del caso obtenidos por The Associated Press la semana pasada apoyan la afirmación de la testigo de que las autoridades de investigación estatal supieron desde el principio que los militares habían alterado la escena del crimen, pese a declaraciones oficiales y públicas en sentido contrario adelantadas durante varias semanas. Y, según la documentación, el coronel a cargo del batallón de los soldados llegó al lugar antes que los investigadores de la Procuraduría estatal.
La testigo, una trabajadora sexual de 20 años que habló bajo condición de anonimato, dijo que dos días después de que fuera golpeada en las instalaciones de la Procuraduría del Estado de México, fue llevada a la capital del país, donde investigadores federales del área contra la delincuencia organizada de la Procuraduría General de la República la presionaron para que firmara la declaración falsa.
“No, le digo, yo no voy a firmar nada... y me empieza a gritar”, dijo la mujer sobre uno de los investigadores que la presionó. Sin un abogado presente, dijo que al fin cedió y firmó a los pocos días de que tuvieran lugar las muertes, antes de que los medios cuestionaran la versión oficial de que las muertes fueron producto de un enfrentamiento.
Ella y otra testigo permanecieron encerradas en una prisión de máxima seguridad hasta mediados de diciembre.
La matanza que cometieron los militares es uno de los dos casos que ha sumido a México, en los últimos meses, a una crisis en materia de derechos humanos. Después de las ejecuciones extrajudiciales en el estado de México, 43 estudiantes normalistas desaparecieron a manos de policías municipales en el estado vecino de Guerrero.
Los crímenes ocurrieron con una diferencia de tres meses, lo que desató protestas nacionales e internacionales y críticas al presidente Enrique Peña Nieto, quien había prometido más transparencia y respeto a los derechos humanos desde que inició su gobierno.
Las muertes en Tlatlaya salieron a la luz el 30 de junio cuando el Ejército informó en un breve comunicado que soldados que patrullaban la zona fueron atacados por supuestos criminales y tras repeler la agresión mataron a 22 presuntos miembros de un grupo de narcotraficantes. Del lado de los militares, sin embargo, sólo hubo un herido, lo cual generó las primeras dudas.
La Ap visitó la escena de los hechos días después y encontró pocos elementos de juicio que señalaran que hubo un fuego cruzado. Al contrario, en al menos dos paredes de la bodega había una serie de impactos de bala con manchas de sangre a la altura del pecho de una persona, lo cual sugería que al menos algunos de los muertos recibieron tiros a corta distancia.
En septiembre, la Ap entrevistó a una sobreviviente, cuya hija de 15 años estaba entre los 22 muertos y que fue la primera testigo en declarar públicamente que la mayoría de las víctimas fueron asesinadas después de haber salido de la bodega con las manos en la nuca en señal de rendición ante los militares. Al igual que la testigo liberada de prisión en diciembre, la mamá de la adolescente también pidió no ser identificada por su nombre.
Ambas mujeres temen que las autoridades o los narcotraficantes tomen represalias en su contra por lo que han revelado.
De acuerdo a los documentos judiciales, integrados a la investigación contra los siete militares procesados, funcionarios del estado de México tuvieron información desde el inicio de que la escena de los hechos fue alterada. Supieron, por ejemplo, que en al menos en diez casos las armas largas ubicadas junto a los cuerpos no correspondían con el calibre de los cartuchos que llevaban los fallecidos y que manchas de sangre en la ropa indicaban que los cuerpos habían sido movidos. También se puso por escrito que, al menos nueve de los muertos, presentaban heridas recibidas “al momento de realizar maniobras instintivas de defensa”, lo que sugiere que habrían intentado evitar los impactos de bala, algo que no habrían hecho si estuviesen disparando.
Sin embargo, investigadores estatales presentaron un reporte en el que validaban la versión del Ejército y que nada se había alterado: “por las observaciones realizadas en el lugar de la investigación, se determina que este sí fue preservado en su estadio original”.
Los documentos judiciales contienen declaraciones de los soldados involucrados que aseguran que el Ejército nunca los interrogó sobre el encubrimiento y que la Procuraduría General de la República hizo poco para investigar la matanza antes de que la Ap y la revista Esquire Latinoamérica entrevistaran a la mamá de una de las víctimas.
A finales de septiembre, el procurador anunció que ocho de los 22 muertos fueron asesinados después de rendirse, aunque semanas después la Comisión Nacional de Derechos Humanos señaló en un reporte propio que al menos 12 y hasta 15 de ellos habrían sido ejecutados extrajudicialmente.
En noviembre, siete soldados quedaron sujetos a un proceso penal por un juez civil, tres de ellos por el homicidio de ocho personas y cuatro más por ejercicio indebido del servicio público. Sólo uno de ellos, el teniente a cargo del grupo, fue acusado de encubrimiento.
El ejército y la Procuraduría General de la República sostienen que el caso sólo involucra a los siete militares procesados y que allí termina el caso.
Pero esta última testigo aseguró que más militares arribaron a la bodega cerca de una hora después de un tiroteo inicial, algunos incluso antes de que ella viera que se había alterado la escena del crimen.
Los documentos señalan que el coronel Raúl Castro Aparicio, el comandante del 102 Batallón de Infantería al que pertenecían los responsables de los asesinatos, llegó a la escena antes que los investigadores del estado de México. En los reportes no se especifica cuál habría sido el rol que jugó este mando castrense y no se ha informado si fue o es investigado en conexión con el encubrimiento. La Secretaría de la Defensa Nacional no respondió a solicitudes de la Ap para comentar el caso o para autorizar una entrevista con Castro.
“Alguien también del Ejército tomó la decisión de decir 'la versión que se va a hacer es esta'”, dijo Raúl Plascencia, quien encabezó la Comisión Nacional de Derechos Humanos cuando el organismo concluyó que los militares estuvieron involucrados en ejecuciones extrajudiciales.
Plascencia dijo a la Ap que el encubrimiento continuó cuando la Procuraduría del Estado de México validó la versión del Ejército y siguió hasta la Procuraduría General de la República. Las autoridades federales decidieron declarar las evidencias del caso como confidenciales por 12 años y las estatales por 15 años. En la oficina del procurador general, Jesús Murillo Karam, no respondieron a solicitudes de la Ap para que diera su versión de lo sucedido.
En respuesta a una petición de la Ap, la Procuraduría del Estado de México informó que hay dos investigaciones, una administrativa y otra penal, para determinar si incurrieron en alguna responsabilidad y/o delito los funcionarios estatales que intervinieron en el caso. Hasta ahora, sin embargo, nadie ha sido detenido ni suspendido de sus labores.
La testigo liberada, madre de una niña de dos años y quien reconoció que trabajaba como prostituta, ofreció nuevos detalles de lo que pasó en la bodega de Tlatlaya la madrugada del 30 de junio. Dijo que estaba un taxi afuera de un balneario el 20 de junio cuando una camioneta llena de hombres armados se detuvo frente a ella y la forzaron a subir al vehículo.
Aseguró que pasó atada y vendada de los ojos buena parte de los siguientes nueve días, tiempo en el que la llevaron por varias casas abandonadas en la sierra de la zona. Además, que fue violada repetidamente por los hombres.
“Me drogaban, me obligaron a tomar, me dijeron que tenía que hacer todo lo que ellos decían”, dijo la mujer. “Yo a ninguno lo conozco”.
Dijo que llegó a la bodega de Tlatlaya el 29 de junio, donde la madrugada del 30 de junio recuerda que despertó por el ruido de un intercambio de disparos y escuchó que alguien gritaba: “¡Ríndanse, Ejército mexicano!”.
Los soldados dijeron inicialmente a las autoridades que los sospechosos se negaron a rendirse, según los documentos. Pero las dos testigos entrevistadas por la Ap dijeron que los presuntos criminales sí se rindieron e incluso salieron de la bodega con las manos en la cabeza.
Cinco personas, incluidas las tres mujeres que sobrevivieron, estaban aparte como supuestas víctimas de secuestro. Las tres testigos declararon que vieron a un militar con un uniforme distinto al de los otros que llegó después del tiroteo. Ese uniformado tomó a los dos hombres que parecían estar plagiados, bajo el argumento de que les iban a tomar una fotografía.
Pero la testigo liberada dijo que escuchó disparos y después vio a los dos hombres entre los muertos, cuyos cuerpos primero estaban sin armas y luego con fusiles a sus lados.
No se sabe si el hombre en uniforme distinto que describen las testigos era un mando o un miembro de otra institución de las fuerzas armadas. Plascencia, de la Comisión de Derechos Humanos, dijo que no hubo ningún intento de las autoridades para determinar la identidad de esa persona.
Más de dos semanas después de los hechos en Tlatlaya, el procurador del estado de México, Alejandro Gómez Sánchez, dijo que no había evidencia que sugiriera ninguna ejecución extrajudicial.
La Ap solicitó a la oficina del procurador estatal un comentario sobre la información que ahora contradice lo que dijo inicialmente. Su respuesta fue que Gómez dio a conocer la información que “le fue proporcionada por el personal que tuvo sólo por cuatro días el caso de a su cargo, que para una investigación profesional es un plazo mínimo”.
Pero la testigo dijo que cuando quiso contar a las autoridades estatales lo que realmente había pasado, funcionarios de la Procuraduría del estado de México la intentaron forzar con los golpes y amenazas a confirmar la versión del ejército.
“Uno me amenazó que me iba a violar”, dijo.
Agentes estatales la amenazaron también con acusarla de posesión ilegal de armas, lo cual eventualmente hicieron. Además, le dijeron que su hija se convertiría en una huérfana.
Una agente mujer del ministerio público estatal estuvo presente durante su tortura, agregó. Sólo dos mujeres, Orianna Ibeth Bustos Díaz y Leticia Martínez Flores, son las dos agentes que participaron en el caso, según los documentos judiciales.
Cuando la llevaron a instalaciones de la Procuraduría General de la República en la ciudad de México, estuvo en un cuarto con varios investigadores federales. Ahí fue amenazada nuevamente con ir a la cárcel a menos que firmara la declaración falsa. Afirmó que sólo firmó una página de un documento con varias hojas y muchos días después en el juzgado que llevó su caso vio que alguien había falsificado su firma en el resto de las páginas.
Hasta ahora, y salvo los siete militares bajo proceso, nadie más ha sido detenido ni investigado por encubrimiento o tortura.
Después de cinco meses en prisión, la testigo dijo que tiene varias cuentas que saldar por la atención médica que recibió por los golpes que sufrió y que desea que el gobierno reconozca públicamente el abuso que sufrió.
“Pido justicia, porque nunca encontraron nada en contra de nosotras”, dijo.
Fuente: La Jornada| Por Ap