martes, 28 de febrero de 2012

Aísla cortina de silencio a indios monolingües

Siento como si no fuera un ser humano, que no existo en la vida

Comunidades de Oaxaca viven un drama por hablar sólo en mazateco

En Sitio Iglesia, los libros que hay están en español y los alumnos no lo entienden

Agua Murciélago, San José Tenango, Oax. Al cabo de muchas horas, en una cordillera verdosa, donde las nubes, espuma del cielo, están a ras de la tierra, se desciende a la casita de palma y madera de una anciana. Está en el mundo sin tiempo, sin alfabeto, sin castilla, se dice en su lengua. Reconoce el ruido que dice su nombre, pero no lo sabe pronunciar. Se llama María Florencia.

Como ella, 980 mil 894 ciudadanos no hablan español en territorio mexicano. Proceden de los pobladores originarios, pero sobreviven apartados en su propia tierra. El viaje más largo que han realizado muchos de ellos es adonde terminan las veredas de sus montañas, de sus aldeas, y empieza el asfalto. Ahí se yergue un muro invisible que les dice: No hay paso.

Del otro lado está el mundo en castellano: las conversaciones que los segregan al no poder ser parte de ellas, los letreros que no entienden, las oficinas de trámites donde les cambian de nombre, las preguntas que siempre se quedan en sus labios porque nunca tendrán respuesta en sus lenguas, la posibilidad de extraviarse, como les suele ocurrir, y el consabido abuso, la humillación, la burla.

Me siento con los ojos cerrados, dice apagada Jovita Ángela. Siento como si no fuera un ser humano, siento que no existo en la vida, expresa en su lengua materna. Sentada en una vieja tabla, con el bebé en brazos chorreando de mocos, se le miran las ganas de decir…

Es la sierra Mazateca, la cañada, la parte baja, a la que se llega a través de un paraíso frutal y vegetal de naranjos, guayabos, cafetales, árboles de achiote con brazos de los que emergen frutos, como si fueran estrellas rojas, sorprendentemente rojizas, astros que se convierten en la tinta de los niños de esta región, porque aquí no tienen para colores.

Aquí, en el municipio de San José Tenango, con un índice de desarrollo humano similar al de Camboya y menor que el de la república del Congo, en África –de acuerdo con el Índice de desarrollo humano municipal en México 2000-2005, del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)–, la sensación constante de aislamiento se completa con el vacío material y de bienestar.

El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) señala que en México hay 6 millones 695 mil 228 hablantes de lengua indígena, de los cuales casi un millón son monolingües.

El 9 de noviembre de 2011, a las 13:30 horas, llegaron los primeros postes de luz en la historia de Sitio Iglesia, en esta sierra.

Según el índice de rezago social del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), la comunidad tiene una población total de 164 habitantes, de los cuales 87 por ciento no completaron la educación básica, 97.5 por ciento no disponen de agua entubada y todas sus viviendas son de piso de tierra.

Según la realidad, 100 por ciento usan velas y los alimentos se reducen a yerbamora, quelites y frijoles. A los niños les da seguido diarrea y vómito porque toman agua de pozo sin hervir y, aunque la mayoría de pequeños están en la escuela, no todos asisten porque los varones se van a recolectar leños y las mujeres a moler nixtamal y echar las tortillas.

Desde arriba, cercado por naranjos y las gigantescas manos de los plátanos, Sitio Iglesia se ve así: una cancha de basquetbol en lo más hondo, en torno a la cual hay 10 casitas de piedra y madera que, en su mayoría, conforman el punto de reunión de las actividades. Una es para que se bañen los maestros, otra para que se duerman, pero las tablas y la palma se vinieron abajo y ya no sirve. Luego sigue el tercer año de primaria, el primero –grupos A y B– y, después, el segundo año. El quinto está en una casita de arriba, en el monte, y el cuarto y sexto también.

A las puertas de la comunidad está la telesecundaria. El segundo año se improvisó en el mercado, un pequeño galerón, donde no hay venta. A los chicos de primero y a la dirección de la escuela los metieron en la oficina de la agencia municipal, que a su vez sirve para almacenar un cerro de mazorcas. Lo inexplicable es que los estudiantes tienen televisor, pero sin luz.

Detrás de uno de los últimos escritorios que llegaron a Sitio Iglesia, con fecha 10 de marzo de 1971, perteneciente al agente García Daewoo –de acuerdo con la inscripción en la madera–, el joven director Pedro Castro comenta que los únicos libros que les llegan están en español y los alumnos no lo hablan. Y si hablan, se burlan entre ellos mismos porque lo hacen mal. No entienden español y no saben expresarse, opina. Y los profesores tampoco hablan mazateco y no saben cómo explicarles.

Los maestros relatan que adecuan los planes y programas de estudio para enseñarles español y operaciones aritméticas, a un nivel equivalente a lo que aprende un niño de tercero o cuarto de primaria.

A esa hora, cuando unos hombres dejaron los postes en el pueblo, extrañamente nadie pareció inmutarse. Los niños y adolescentes continuaron en las clases, las señoras al frente de la casa y de sus hijos, como Jovita Ángela, quien, a lo lejos, mira la pesada carga y continúa su relato en mazateco:

Antes, los maestros llegaban de casa en casa a inscribir a los niños, pero mis papás nos decían que nos escondiéramos con tal de no ir a la escuela. Y nos obligaron a escondernos. Ninguno fue, a ningún año; ninguno de los ocho.

Apenas se hizo señorita, sus padres se la vendieron a don Severo. Ella no sabe cuánto pagó el ahora difunto. En vida, el hombre la golpeaba y golpeaba porque pensaba que Jovita Ángela era histérica (estéril), cuestión que la realidad se encargó de desmentir porque le dejó cuatro hijos. Al nacimiento del primero, dice la mujer, tuvo algo por qué luchar.

Ahora tiene cinco niños más con su nuevo marido. Una de sus angustias mayores ocurre cada mes, sin falta, en las pláticas a las que las mazatecas están obligadas a asistir a cambio de recibir el apoyo de Oportunidades. Verónica Fabiola Aguilar y Matilde Carrera, las pocas que hablan español, de un total de 80 mujeres en la comunidad, hacen llorar a las que no hablan.

En las reuniones, Verónica y Matilde hacen las preguntas en español para que ninguna de las alumnas responda. Así, les imponen el castigo: una falta, que, en esta sierra, es lo peor que puede pasar porque significa que no les llegará su dinero. Si llegan tarde, las dos mujeres las encierran; si se retrasan apenas unos segundos, las engañan con que el tema del día –higiene, ahorro familiar, salud y otros– ya concluyó y, por tanto, tienen que ser sancionadas con la inasistencia.

Jovita Ángela no puede descifrar los signos del libro de Oportunidades y, por lo mismo, no puede hacer los ejercicios indicados por el texto, ni ayudar a sus hijos más pequeños en sus tareas, ni dibujar, trazar, y tampoco puedo ir a conocer México, le dicen sus pensamientos.

Tras dejar la carga en la tierra, los hombres de la empresa Construcciones, Obras y Mantenimiento del Valle –intermediaria de la Comisión Federal de Electricidad (CFE)– advierten a los indígenas que si quieren luz deben cargar los postes hasta los montes y colocar uno cada 200 metros y cada tercer día. Cada poste requiere de 80 hombres. El peso por unidad: mil 500 kilos.

Todavía no les conectan la luz. Entre las montañas se escucha un sonido que se difumina en el aire con altavoz: Televisa y Azteca por 169 pesos al mes.

Hacia Cañada de Mamey

A pie, con la carga de leños en la cabeza, Raúl Martínez va de subida a su comunidad, que, como el resto, toma su identidad de la tierra, el agua y otro elemento que la distinga por lo que en ella brota, en este caso el árbol de mamey.

–¿Y su segundo apellido?

–Mis finados papás eran unos borrachitos y no me lo pusieron. Cuando me fueron a registrar estaban tomados y nada más tengo uno.

–¿Cuántos hijos tiene?

–Dos hombres y tres mujeres. El primerizo murió, el tercero murió, no sé, de alguna enfermedad, parásito. Vomitó, vomitó y vomitó. Aunque ya estaba muerto, siguió vomitando, salió una bolota de parásito en su boca. El primerizo duró cinco días nomás, mi mujer iba por agua hasta allá arriba, a Agua Caballero, iba de noche. Embarazada, ella cayó de frente...

–¿En qué trabaja?

–Limpio cafetal. Antes pagaban 10, 15 pesos, por tarea de 12 por 12 brazadas.

–¿Ha sufrido por no saber español?

–Me perdí hace 40, 35 años. La primera vez que fui a Orizaba fui acompañado y la segunda vez fui solito, pero nomás estuve memorizando los lugares por donde tenía que pasar para no preguntarle a nadie y no perderme.

–¿Y se perdió?

–Sí. Trabajé en una cremería en Orizaba, iba a llevar pedido, chorizo, a Río Blanco. Mi patrón me mandó buscar y sí me encontró.

–¿Ha vuelto a salir?

–Ya no. Hasta ahí llegué.

Agua Murciélago

Agua Murciélago no está en ninguna parte. Se mira, al norte, un monte. Al sur, otro. Se voltea hacia todos lados y no hay nada. Ahí es Agua Murciélago.

Aquí vive la anciana que no sabe pronunciar su nombre. Lo tiene bien guardado en una bolsita de plástico. Con cierto alivio, saca de entre varios papeles importantes una credencial de elector que enseña a los demás para que sepan cómo se llama y cuántos años tiene.

María Florencia Juárez Basilio es el nombre extraviado en su garganta. Monolingüe en mazateco, analfabeta, indígena y pobre. No sabe dónde nació. Su identificación dice que en Agua Fuerte, pero su cartilla de salud contradice tal información e indica que es de Pozo de Águila, lugar en el que los nichos de agua se pierden en la tierra como si fueran raíces.

Hasta allá arriba, en Puerto Buenavista, como a dos horas a pie, vende guasmole, fruto más grande que una nuez, negro cuando ya se puede comer, y rojo antes de que madure. Cada lata de guasmole la ofrece a 13 pesos. Sólo cuando es la temporada. Allá en Puerto Buenavista, la anciana mira cómo alumbran los focos. Yo nunca he tenido luz en mi vida y no sé si algún día voy a poder disfrutarla, retumba su voz.

Dice que le da un poco de tristeza no hablar español, que sus padres no la mandaron a la escuela, que sólo fue pensando, conforme su cuerpo se hacía grande, en traer agua del pozo, echar la tortilla, barrer la tierra, secar café; dice que bien sabe que nunca ha tenido nada y nunca lo tendrá.

Una de las últimas promesas que tuvieron en este horizonte mazateco fue que con la construcción de la presa Miguel Alemán (1948-1954) –la cual desplazó a 22 mil hombres, mujeres y niños de sus tierras– la riqueza de este lugar bajaría a sus manos y, al fin, los indios tendrían mejor calidad de vida.

María Florencia se sigue alumbrando con una lata abollada, con un trapito como si fuera mecha, sujeto por una corcholata. La anciana dice que no alcanza a imaginar cómo es la vida en español.




Fuente: La Jornada