Perseguido, como Felipe Calderón, por el estigma de la falta de legitimidad de origen y compartiendo con él su vocación autoritaria y su adicción por la propaganda, Enrique Peña Nieto tendrá como uno de sus objetivos prioritarios escalar la guerra.
Lo hará pensando, como Calderón, que puede terminarla rápido. Desde su oficina blindada, rodeado de su guardia pretoriana, presionará a las fuerzas armadas y exigirá resultados. Con sangre pagará el país, como lo ha pagado hasta ahora, sus pretensiones de victoria.
Imposible pensar que un hombre como él, con los amarres con los que llega al poder, encuentre otro camino para combatir al narcotráfico. Tendremos, pues, otros seis años y si no hacemos nada para impedirlo, la guerra como destino.
Washington, que criminaliza el tráfico y tolera el consumo, los poderes fácticos a los que debe estar sentado en la silla le exigirán a su vez “avances” rápidos y contundentes en el combate a los cárteles de la droga. Otro tanto exigirá la población de las zonas asoladas por el crimen organizado.
También, y más sobre Peña Nieto, que tanto le debe, pesará la presión de ese pernicioso espejo de los gobernantes mexicanos que es la tv. Todos le pedirán cambios, paz, seguridad y él intentará el único camino que conoce: el de la mano dura.
El problema es que con la aplicación indiscriminada de la fuerza del Estado, regida por la presión política y la urgencia de resultados, así sea cosméticos para nutrir las necesidades de propaganda, la única paz que se puede conseguir es la de los sepulcros. Sobre todo si tomamos en cuenta el nuevo rostro del crimen organizado.
Seis años de guerra han transformado por completo a las organizaciones criminales. A punta de plata y plomo y de una barbarie incontenible e incalificable los cárteles han conseguido hacerse de una muy amplia e incondicional base social.
La actuación de la tropa que, desplegada masivamente, se mueve como elefante en cristalería, ha propiciado que muchos que tenían dudas sobre a quién brindar su apoyo, se decidieran por el narco. Balas reciben de ambos lados solo que uno las acompaña de plata a raudales.
Por otro lado, los cárteles tienen hoy a miles, o quizá decenas de miles, de hombres sobre las armas, han escalado su poder de fuego y están dispuestos a todo para defender la viabilidad de su floreciente negocio.
Nadie tocó sus finanzas. Al contrario. Hoy los grandes capos manejan mucho más dinero que antes. Han penetrado la economía nacional. Tienen nexos, cobertura, negocios en casi todos los rubros de la actividad económica.
La guerra de Felipe Calderón solo encareció la cocaína que circula en las calles de Estados Unidos y en esas mismas calles la metanfetamina mexicana —un negocio mucho más rentable para los cárteles— domina por completo el mercado.
La costumbre de no hacer prisioneros por parte de las fuerzas federales ha fortalecido, por otro lado, la disposición de combate de los capos. Sabedores de que, en un enfrentamiento no los espera la cárcel —desde la cual pueden seguir operando— sino la tumba, hoy resisten hasta el último tiro.
No tienen los narcos, tampoco los policías, militares y marinos, otro remedio que vender caras sus vidas. Como nadie consideró, antes de declarar la guerra, cerrar la llave del dinero y las vías de aprovisionamiento logístico, sobran los recursos y las armas para abastecer a las bandas criminales y desatar el infierno a lo largo y ancho del territorio nacional.
Sobra también la plata para comprar, sobornar, corromper a mandos y a tropa que, por otra parte, saben que fuera del cuartel su vida y la de sus familiares vale muy poco. Las filtraciones de información son constantes y hoy se puede decir que es más efectiva la inteligencia del crimen que la inteligencia militar.
Por otro lado, y habida cuenta de que la única guerra que había que declarar, la guerra contra la pobreza, simplemente no se libró, a un sicario muerto lo sustituyen de inmediato dos o tres más. Vicente Fox cedió territorio al narco. Felipe Calderón le entregó a decenas de miles de jóvenes.
Con dólares y armas al por mayor, la presión de un mercado, interno y externo, que cada vez consume más y su capacidad de reposición de bajas intacta el narco es un enemigo imbatible. Cuando eso sucede los generales improvisados, peor cuando están presionados políticamente, actúan con desesperación y urgencia.
Se escucha con frecuencia, y quizá eso alentó a muchos a votar por el PRI, que más que la continuación de la guerra Peña Nieto buscará la negociación con los grandes capos del narco. Lo dudo. La mirada vigilante de Washington le impedirá seguir en ese camino.
Aun si así lo hiciera y estableciera en algunas regiones del país una “paz negociada”, ésta sería muy frágil. El negocio de la droga es tan grande, tan grande es la ambición y el poder de quienes lo manejan, que no hay paz negociada que dure cuando se mira al rival enriquecerse.
Guerra nos dejó Felipe Calderón Hinojosa. Guerra nos dará Enrique Peña Nieto. Ilegitimidad y autoritarismo combinados, para eso lo predisponen, a eso lo conducen.
Dejó la muerte sembrada Calderón, la vía democrática cancelada, las instituciones demolidas y una letal dependencia de Washington. Solo por eso llegó Peña Nieto a la Presidencia. Solo le queda enarbolar la misma bandera que su antecesor; esa que está manchada con la sangre de otros.
Fuente: Milenio