Mientras las élites se reparten el país (en San Lázaro ya fue aprobada la reforma constitucional que permitirá a extranjeros ser dueños de inmuebles en playas, litorales y zonas fronterizas), en Guerrero ha estallado una violencia social reactiva cuyo origen y sentido verdaderos han sido sistemáticamente desdeñados desde el poder y sus medios de comunicación aliados, generando en cambio una campaña de satanización que pretende justificar represiones que ayuden a consolidar sin oposición el entreguismo y el saqueo nacionales.
Los políticos mexicanos en el país de las maravillas: los responsables de la crisis nacional demandan acciones gubernamentales en defensa del estado de derecho, pero específicamente lo que desean es que se frene a movimientos sociales disidentes que se han cansado de la demagogia, el burocratismo y la desatención. Nada hay de verdad contra los cárteles dominantes que actúan en todo el territorio nacional o contra la corrupción extrema que salta a la vista en los ámbitos de la procuración y la impartición de justicia, y mucho menos contra la clase política dominante que mediante pactos, chantajes, fintas y reacomodos daña cotidianamente el interés nacional popular. Pero sí se exige con temblorosa grandilocuencia que se ponga freno policiaco a protestas sociales que deberían ser atendidas con sensibilidad social, entendiendo que la dimensión de esos excesos ciudadanos corresponden a la dimensión de los agravios acumulados y a la incapacidad política de gobernantes, representantes populares y partidos políticos para impedir que el hartazgo social se desborde.
Los partidos políticos son, desde hace largo rato, entes sin sustento popular, dedicados al mercadeo electoral y al enriquecimiento de sus dirigentes. Y eso llamado sistema solamente funciona para perpetuar la injusticia. Todo ese aparato de simulación política es ampliamente repudiado por ciudadanos que no tienen vías adecuadas para hacerse escuchar y mucho menos para que sus aspiraciones reales sean tomadas en cuenta en el ejercicio de gobierno o en la confección y en la aplicación de las leyes.
En ese cuadro guerrerense está contenida toda la tragedia nacional: las insuficiencias, las traiciones y los excesos de un ejercicio político que hasta ahora no ha podido ser cambiado mediante elecciones (sino todo lo contrario) y el comportamiento esclerótico de un sistema que no ha tenido la sapiencia para cambiar gradual y pacíficamente, sino que se ha concentrado en satisfecer los apetitos de sus cúpulas igualmente decadentes. En Guerrero, Ángel Aguirre simboliza la incapacidad política que proviene de una falta de sustento popular verdadero, impuesto como fue mediante tretas oscuras de falso oposicionismo.
Peña Nieto y sus halcones observan a la distancia, en espera de que el incendio social sea tan intenso que puedan entrar las brigadas de recomposición a bayoneta calada, para dar paso a una etapa más del Pacto por México, la de la aprobación (exigencia, en realidad) de acciones represivas contra quienes han quedado fuera del coto institucional tripartidista. El propio Gustavo Madero confirmó de inmediato la condición meramente escenográfica y mercantil de la finta opositora contra Rosario Robles, pues ayer mismo volvió a sentarse a la mesa del PxM, pero considerando esa reunión como cerrada y no pública.
Jesús Zambrano hizo declaraciones para demostrar que los Chuchos se consideran plenamente instalados en el poder: el presidente del principal partido de izquierda (como él mismo lo define, con un presunto orgullo muy mellado por la realidad) convertido en director de comunicación social de una secretaría de gobernación diazordacista, exigiendo medidas policiacas para enfrentar un problema político, contribuyendo a la histeria derechista que demanda orden inmediato.
Llegado a este punto, el peñismo puede creer que están dadas todas las condiciones para sacar el guante de acero e implantar la mano dura ya conocida en Atenco y reivindicada abiertamente en la Ibero frente a estudiantes que luego formaron el 132. Salinas de Gortari presumía al mundo un México de primer nivel en el último año de su mandato cuando la realidad le brincó en la selva chiapaneca. Hoy, Peña Nieto recorre el sendero del salinismo, elogiado en medios internacionales por su reformismo pactista, aplaudido por someter a factores de poder correspondientes al sindicalismo magisterial oficial y las telecomunicaciones y por estar firmemente decidido a privatizar lo más que pueda de los energéticos. Pero abajo las cosas no han cambiado y en diversos puntos del país y en diversos ámbitos crece la insatisfacción social sin salida institucional. Mal haría el peñismo en ceder a la vocación represora que hierve en algunos de sus consejeros y funcionarios.
Algo parecido sucede en la UNAM, largamente tomada como botín laboral y plataforma política por grupos como el del difunto Jorge Carpizo (funcionario estelar que fue durante el primer salinismo, surtidor de cuadros para el sistema priísta), el de Juan Ramón de la Fuente (sobrevalorado zedillista luego perenne nominado para opciones electorales o propuestas de coalición) y el híbrido actual de José Narro, comensal político de la mesa peñanietista, ajonjolí de todos los moles declarativos, quien ahora pretende pasar de Infierno en la Torre (de rectoría) a Poncio Pilatos, abriendo de par en par el portón a la intervención policiaca, aunque dejando la decisión operativa final a la PGR, para enfrentar un problema que, por su talante y dimensión, debería ser atendido con prudencia y paciencia políticas hasta su disolución incruenta (ayer mismo, en muestra de lo seca que está la pradera, jóvenes encapuchados tomaron durante unas horas la rectoría de la UAM Iztapalapa).
Y, mientras César Camacho, presidente del PRI, ha escrito en Twitter una perla conceptual: Los derechos de nadie, no deben pasar por encima de los derechos de todos, ¡hasta mañana!
Fuente: La Jornada | Julio Hernández López